A la hora de seducir a los votantes, todos los partidos políticos, sean de derechas o de izquierdas, pregonan machaconamente estar dispuestos a luchar contra las injusticias y las desigualdades que subsisten en el seno de la sociedad. Se les llena la boca de grandes proclamas bienintencionadas, pero ninguno de ellos concreta qué injusticias y qué desigualdades pretenden enfrentar y cómo van a solventarlas. Tales promesas, de tanto repetirlas, acaban convirtiéndose en un latiguillo que, desde las tarimas mitineras, siempre va unido al empeño de nuestros líderes por hacer lo indecible para combatir el problema número uno del país: el paro y la falta de empleo. Esta triada de calamidades (paro, desigualdad e injusticia) aparece, tarde o temprano, en el discurso de los que ejercen la política y es aprovechada para justificar su entrega con el fin, dicen, de revertir la situación y promover las condiciones que favorezcan la creación de empleo. Incluso, el pleno empleo. Así, de un tirón, cual demagogos profesionales. A estos encantadores de la confianza popular les resulta sumamente fácil prometer todo tipo de iniciativas como extremadamente complicado cumplirlas, razón por lo que, después de casi 50 años de democracia en España, todavía seguimos esperando que la mayoría de esos buenos deseos se materialice alguna vez o, cuando menos, se avance significativamente en la erradicación de los problemas que los desatan. Nunca se consigue.
Y no se puede conseguir porque la estructura económica, política y social imperante no persigue resolver esos problemas de desigualdad e injusticia que percibimos persistentes en nuestro país. Entre otros motivos, porque para las élites que nos gobiernan, y para los poderes que por encima de ellas mueven los hilos de los que penden los gobiernos, estos asuntos se consideran inevitables consecuencias colaterales del funcionamiento del sistema económico y de libre mercado que rige nuestra actividad productiva y del modelo de organización social (tipo de sociedad) en la que estamos integrados. Así, si el objetivo final de la economía es la obtención de ganancias (ser rentable), difícilmente se podrán atender situaciones que por muy injustas que nos parezcan supondrían “gastos” totalmente innecesarios. La productividad -ese mantra que recitan los empresarios- para que sea rentable es incompatible con la solidaridad y la justicia. De ahí que, cuantos menos derechos se reconozcan a los trabajadores y más bajos (competitivos) sean sus salarios, mayor “productividad” tendrá la empresa y más abultados beneficios (rendimientos) lograrán sus propietarios y quienes les financian. El propio sistema impone que la riqueza de unos (pocos) conlleve el empobrecimiento de otros (muchos). Es decir, genera desigualdad material en el reparto inequitativo de la riqueza nacional, y gracias a ella, como mal colateral, es viable la actividad económica y comercial.
Esa misma actividad económica posibilita la recuperación de la que tanto alardea el Gobierno y el crecimiento que registran los grandes datos macroeconómicos del país. No puede negarse que España es, en la actualidad, uno de los países que más crece en Europa, pero al mismo tiempo es el segundo de la eurozona (detrás de Grecia) que más déficit público genera. Se trata de un crecimiento subvencionado por el abaratamiento del precio del petróleo y por la compra de deuda soberana por parte del Banco Europeo, que mantiene “a raya” aquella prima de riesgo que tanto nos castigó durante la crisis financiera aun renqueante. Tal crecimiento no sirve para aliviar la deuda del país (no se puede trasladar a los ciudadanos), lo que obliga a seguir con los “ajustes” y los recortes en las prestaciones públicas que se consideran “gastos” del Estado. En otras palabras, para que el crecimiento y “rentabilidad” impulsen la actividad económica y generen confianza al Capital (sistema financiero), es obligado el empobrecimiento de las capas de población más desfavorecidas y vulnerables, aquellas que dependen de los servicios y ayudas públicas que dispensa el Estado. Otra vez, la desigualdad y la injusticia forman parte ineludible del Sistema (económico y financiero) que rige nuestra actividad productiva. Por ello, afirmar que se va a combatir el paro al mismo tiempo que se va a procurar crear las condiciones que favorezcan el empleo, manteniendo este sistema capitalista de libre comercio, es ocultar deliberadamente a los ciudadanos que el paro es consustancial a este modelo económico y mercantil, dado que crea más paro y desigualdad cuanto mayor crecimiento y riqueza proporciona. Es engañar a la población con promesas falsas cuando, al mismo tiempo, se adoptan medidas que inciden en la precariedad laboral y en la debilidad jurídica de los trabajadores. En una palabra: no se puede crear empleo de calidad con la actual Reforma Laboral, elaborada exclusivamente para abaratar despidos, abaratar salarios, abaratar condiciones laborales e instalar al trabajador en una precariedad absoluta.
Sin embargo, son las clases medias y trabajadoras, las más perjudicadas por esta lógica capitalista, las que aportan el grueso de los recursos que sostienen un menguante Estado de Bienestar que, a mediados del siglo pasado, fue creado para socorrer a quienes no pueden costearse sus necesidades básicas (salud, educación, pensiones y seguridad, fundamentalmente). Esta financiación se basaba en un sistema fiscal progresivo que hacía que contribuyera más quien más medios disponía. También aquí germinan la desigualdad y las injusticias, porque las grandes fortunas, los pudientes y acaudalados y las más rentables empresas esquivan contribuir conforme a lo que ganan. La propia normativa fiscal les permite desgravar, con mil y un subterfugios, gran parte de los impuestos que debieran pagar a la Hacienda pública, sin necesidad de recurrir a vías ilegales para ello, que también. No extraña, por tanto, que el jefe de Gobierno austriaco, Christian Kern, dijera sobre Amazon, el gigante de la venta on line, que “paga menos impuestos que un quiosco de salchichas”.
La maraña de la fiscalidad está ideada para atrapar a incautos y humildes contribuyentes que no tienen capacidad para acceder a esa “ingeniería financiera” que permite a los ricos eludir o reducir los impuestos que pagan por sus rendimientos y patrimonio. Los Gobiernos lo saben, pero mantienen las SICAV y demás fórmulas con las que los acaudalados rebajan insolidariamente su aportación equitativa al bien común. Como también permiten, a escala continental, esos paraísos fiscales que en Irlanda, Holanda, Luxemburgo o Malta dispensan, en el corazón de Europa, un trato fiscal privilegiado y claramente ventajoso a las grandes fortunas y empresas que radican allí su sede para pagar menos impuestos. Si esto no es actuar para preservar la desigualdad entre países europeos, y desigualdad, empobrecimiento e injusticia en los ciudadanos, a los que se les niega progresivamente derechos y prestaciones mientras se les exige mayores esfuerzos para “financiar” la menguante estructura de servicios públicos, que venga John M. Keynes y lo vea.
Al fin y al cabo, con la excusa de la crisis económica se ha conseguido imponer lo que neoliberalismo venía persiguiendo desde los tiempos de Reagan y Thatcher. “adelgazar” al Estado, eliminar el poder regulatorio de los Gobiernos en la economía y entregar a la iniciativa privada la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos, los cuales deberán costeárselas. Un modelo que genera, por definición, desigualdad, pero que asumimos como el único posible porque así conviene a los poderes y las élites establecidos. Son ellos los que procuran preservar la desigualdad que se extiende entre la población, sin que movamos un músculo por evitarlo. Seguimos votando a sus representantes políticos, esos que claman contra el paro y la desigualdad con la misma sinceridad con que Bárcenas proclama su inocencia. Y así nos va.