Todos tenemos el derecho de la presunción de inocencia. No obstante, la inocencia es un derecho que se gana con la credibilidad, si no se pone en duda. Y esto, lamentablemente, es lo que está sucediendo con nuestra clase política y, aún diría más, con el propio Sistema, que día a día manifiesta más su ineficacia, su perversión y su inhumanidad. La realidad se acaba imponiendo, a pesar del esfuerzo en ocultar las evidencias y su ya crónica opacidad, ante los ciudadanos, sus contribuyentes. Y recobrar la confianza de éstos, no se consigue en poco tiempo…
Para muchas de las administraciones, el ciudadano es un presunto culpable y es tratado como tal. La Agencia Tributaria es un claro ejemplo de ello. Uno debe demostrar su inocencia documentalmente cuando se le requiere información o ante el posible error en su deber de contribuir a la Hacienda Pública. Los políticos -amedrantados por los acontecimientos y por la paulatina pérdida de autoridad moral- se llenan la boca de afirmaciones inculpatorias y/o amenazantes apelando a deberes sociales -que no cumplen ellos mismos- y, en casos extremos, mueven la Justicia en su favor, demostrando que la justicia no es un derecho y un bien común e igual para todos. Hay diferente rasero según quien sea el ajusticiado.
La actual huida hacia adelante hace que los políticos y sus administraciones (¿o son nuestras, de los ciudadanos?) insistan en mermar la iniciativa y la responsabilidad de los ciudadanos, creando normas legales, en muchos casos ajenas al mundo real de la calle. Un país gobernado desde la ley impuesta, excesiva e irrazonable, que demasiadas veces choca con la realidad y no respeta la libertad del ciudadano. Evidentemente, tras ese exceso de normativa muchas veces se esconde el ansia recaudatoria, en unos momentos de crisis en que la propia y sobredimensionada Administración es económicamente inviable. Ni que decir tiene que no puede ser mayor la Administración que el conjunto de administrados que requieren de sus servicios. Y mucho menos, que su sostenibilidad dependa únicamente de asfixiar a los contribuyentes, en vez de revisar su propia efectividad y sus protocolos de actuación, con el objetivo de atender mejor al ciudadano.
Los presuntos inocentes -cuando no, víctimas- que somos los ciudadanos de a pie contemplamos perplejos la indiferencia -en el mejor de los casos- de los políticos ante nuestro mundo real y actualmente complicado. Vemos que ellos están en sus cosas, defendiéndose de su ineficacia corporativa, tratando de preservar sus derechos y privilegios e intentando desesperadamente no perder la poca credibilidad que les queda. Y eso es grave, cuando su presunta inocencia está fundamentada únicamente en su capacidad de demostrar documentalmente su honestidad ante los jueces. ¿De qué me sirve saber cierto que la opaca financiación de los partidos favorece algunos bolsillos personales, aunque algunos tengan la presunta valentía de publicar sus declaraciones de Hacienda con solo sus ingresos estrictamente legales? ¿Qué hay de los paraísos fiscales y de los sobres en B, es decir fiscalmente invisibles y, por definición, indocumentados? ¿¿Por qué su honestidad, buen hacer y respeto deben basarse solo en lo legalmente demostrado, ante una Justicia que muchas veces es simplemente la voz de su amo? ¿Presunta inocencia… o, ante las evidencias de corrupción y malversación de fondos públicos, presunta culpabilidad, mientras no se demuestre lo contrario? ¿No deberían los políticos ser el modelo de honestidad, transparencia y buen hacer, ante los contribuyentes que los votamos y mantenemos, otorgándoles el poder de administrarnos y de servirnos, como ciudadanos, presuntamente inocentes?
Continuará…
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