Revista Cultura y Ocio
He tenido examen a las ocho de la mañana. Aula 20. Si el año pasado por estas fechas había alumnos que sufrían ahogos por la tensión y la temperatura, y otros que se situaban en la bancada al lado de un enchufe de la pared —para conectar un ventilador—, este, en el que precisamente se ha cambiado todo el horario para evitar las horas de más calor, ha habido alumnas con tirantas que se han quejado del frío en las aulas. Me consta. En mi aula no. Bueno, sí. Además, he de decir que me alegro de tener que examinar a alumnos ajenos, de promociones lejanas, heredados de otro profesor que los tuvo y sostuvo, para que ahora —de eso me alegro— sea yo el responsable último de que se licencien. No es lo mismo —o sí— estampar en un acta un aprobado o un notable que hacerlo cuando sabes que eso significa un título —una vez que se paguen las tasas. Ay, el Espacio Europeo de Educación Superior... Estocolmo a las cuatro de la tarde un día de mediados de julio y Cáceres a la misma hora en el mismo tiempo. Por cierto, en el mismo tiempo en que todos han terminado sus exámenes y tribunales. Pregunto fuera de España y mis colegas llevan ya dedicados a su formación en el extranjero —España— varias semanas. Pregunto en España y en casi todas las universidades han terminado con sus obligaciones docentes y andan en cursos y seminarios. Pregunto aquí y alguno cercano de mi calle me dice que desde cuándo no tenemos ya tres meses de vacaciones. Pobre, no tiene luces. Hasta el 18 de julio —de violenta e infeliz memoria— tenemos que demostrar que somos cumplidores. Solo algunos; pues los que no cumplen y son excelentes ya pueden tomarse vacaciones. Con razón, pues dicen los jefes que pueden tomarlas. Aquí la excelencia se mide por el número de cursillos de formación, las comisiones de calidad a las que uno pertenece y un calendario que nos dignifique. O lo que es lo mismo, empezar las clases antes que los niños de Educación Primaria. ¡Ay!