Eran casi las 2 de la mañana cuando la urgencia se tranquilizó. Ya era hora de intentar descansar un poco. Por si acaso, antes de subir a la habitación, decidí asomarse a la sala de médicos para preguntar si tenían alguna duda que resolver. Mejor ahora que cuando ya esté en la cama, razoné.
La sala de médicos estaba casi vacía, en los cajetines no quedaba nada pendiente. No durarían demasiado en ese estado así que mejor aprovechar el momento. Al pasar por delante de las camas de Observación, entré para avisarles de que me retiraba.
- Buenas noches. ¿Necesitáis algo de mí antes de que me suba? - pregunté.
- En la cama 8 hay un paciente que te conoce. Es un enfermo terminal, no te has dado cuenta pero al verte te ha hecho una señal – me comentó una de las enfermeras del control.
- ¡Pobrecillo! Voy a saludarle - contesté.
Aunque no se pudiese hacer nada, el simple hecho de ver una cara conocida resulta tranquilizador. No obstante, en esta ocasión, al acercarme y oír su respiración, se me dispararon todas las alarmas. El aire apenas entraba y, lo peor de todo, el enfermo estaba casi agotado. A pesar de su estado, sonrió al verme. Trató de hablar pero tenía tan poco fuelle que no lo consiguió.
No podía quedarme quieta y permitir que muriese de una muerte agobiante. Debía hacer algo, y rápido, muy rápido. Llamé a la enfermera para que me diese la información que me faltaba mientras movía lo necesario.
- ¿Por qué ha ingresado?
- Ha venido esta tarde por disnea. No sé más.
- ¡Se está ahogando! Necesita que le abramos la vía aérea. Avisa a un celador. Voy a llevarle al quirófano.
Mientras el celador llegaba, empecé a empujar la cama, ya me pillarían por el camino. Me dirigí hacia el ascensor con una parada en el control de Urgencias mientras lo esperaba para poner sobreaviso al anestesista.
- Tengo una traqueotomía de emergencia. Subo directamente al quirófano.
La respuesta del anestesista no arregló las cosas.
- No es buen momento. Estoy liada con un aneurisma roto y no disponemos de más camas en Reanimación.
No era momento de discutir.
- Habrá que apañárselas, esto tampoco puede esperar.
Cuando se abrió la puerta del ascensor, la anestesista me esperaba en la puerta del quirófano. Claramente su intención era detenerme. Una mirada al paciente le hizo cambiar de opinión al instante.
- Pasa, pasa.
Justo a tiempo. El enfermo estaba a punto de pararse y no respondía a los esfuerzos para ventilarle. Ni siquiera era posible pasarlo a la camilla. Habría que intervenirle en la cama.
Necesitaba guantes y bisturí. A falta de otro más a mano cogí el que siempre llevaba para emergencias en el bolsillo del pijama. Con una mano agarré la laringe del enfermo y con la otra clavé la cuchilla hasta el fondo, sin dudar. En un sólo corte tenía que atravesar la piel y abrir la vía aérea. El bendito aire entró en la traquea junto con la sangre de la herida. El enfermo tomó una bocanada e, inmediatamente, tosió. El corte estaba en su sitio. Sin embargo aún no era el momento de cantar victoria, existía el peligro de, con el movimiento, se escapará la traquea y se perdiera la alineación de las incisiones, lo que obligaría a repetir el corte. No solté la presa sobre la laringe, no deseaba que se malograra la operación. Introduje el dedo índice en el orificio para asegurarlo y pedí la cánula. En cuanto la tuve en la mano, con un rápido movimiento, saqué mi dedo e inserté la cánula en el agujero. El procedimiento provocó más tos, una tos de aire mezclado con moco y sangre. Inflé el balón para evitar que la sangre pasara a los pulmones y cortar así la tos. El hombre abrió los ojos y sonrió. Su primera palabra, apenas audible, fue “¡Gracias!”