Hay sitios que no están, algunos que ni siquiera tienen posibilidad de imponerse a la realidad y perdurar en ella, pero de los que se posee una idea romántica, de una plenitud absoluta, ocupando la entera capacidad de fascinación de la que somos capaces. Como una religión. Se tiene de ellos la impresión de que nos esperan, aunque no haya noticia alguna, ni evidencia fiable, de que nos dirigimos allí o de que conocemos el camino. Cuanto más se aprecia lo imposible de su existencia, con más ahínco nos aferramos a ellos. Son nuestros, al modo en que lo son la casa en la que vivimos o el cuerpo en el que estamos. El anhelo de la propiedad no siempre es tangible, no cuadra a veces con los objetos con los que amueblamos la vigilia. Tenemos posesiones preciosas que no registran las reglas del volumen y del peso, que no se abren con llaves ni conocen el imperio del dinero. Hoy mismo pensé en el frío como un patrimonio privado. El frío pensado como refugio, su mitología puesta al servicio del placer. Frío porque se le echa en falta o porque trae esa sensación pura e insobornable de buscar el hogar. Al final va a ser verdad esa enseñanza antigua que retira los mapas y las certezas y todo lo confía al azar y al asombro.