Revista Política

Primeras impresiones

Publicado el 07 junio 2012 por Siempreenmedio @Siempreblog

Hubo un tiempo, más lejano en los hechos que en los días, en que Canarias recibía dinero europeo a espuertas. Una pequeña parte de ese maná se filtraba a través de proyectos de cooperación, que ponían en contacto a grupos de desarrollo alejados pero con intereses supuestamente convergentes. En lo personal, viví aquella etapa agradecido por la oportunidad de conocer lugares hermosos y distantes. Pero también bastante escéptico sobre la eficacia última de todo aquel circo de reuniones, siempre maratonianas y a menudo infladas como merengues.

Una de ellas me empujó hasta Oporto, ciudad de la que tenía muy buenas referencias estéticas. Pero pasaron dos jornadas de reuniones y la belleza del lugar no aparecía por ninguna parte. Calles muy pulcras y muy bien trazadas, eso sí, pero poco más que llevarse a la vista. Ya empezaba a echar pestes de mi fuente cuando el misterio quedó revelado: nos habíamos estado alojando en Matosinhos, un barrio periférico. Cuando al tercer día nos soltaron en el Cais da Ribeira y contemplamos, por fin, el Duero, comprendí la magnitud de mis prejuicios.

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Este pasado fin de semana me sucedió algo parecido. Un congreso, esta vez pagado de mi bolsillo, me llevó a Zaragoza. Pasé los primeros días saltando de un extremo a otro de la ciudad, apenas entrando y saliendo de la burbuja acondicionada del World Trade Center. A pesar de lo cual, en apenas 48 horas, ya tenía elaborada una grandiosa teoría geográfica: “Zaragoza -proclamé a todo el que quiso oírme- es una mezcla entre Móstoles y Budapest. Una ciudad bicéfala, esquizofrénica, de crecimiento aluvial, articulada en torno a un río que separa sus dos almas opuestas”.

Al tercer día el calor aflojó y pudimos dar un pequeño recorrido por la ciudad. A paso tranquilo y bien guiado, mi gran edificio teórico colapsó. Sí, es verdad, reconozcámoslo: Zaragoza es una ciudad marcada por la avalancha urbanizadora de los años 60 y 70, especialmente en la margen izquierda del Ebro. Pero también tiene rincones con los destellos canallas de Lavapiés, los reflejos monumentales de Salamanca, los horizontes urbanos de París, la arquitectura vertical de Hong Kong. Nada tiene que ver El Gancho con el Meandro de Ranillas (léase Expo 2008) y tan ridículo sería caracterizar al conjunto atendiendo en exclusiva al uno como al otro.

Este fin de semana, en Zaragoza, he aprendido que estamos condenados a morirnos más viejos pero no necesariamente más sabios. Que los años y los viajes no curan la miopía de carácter, sino que pueden llegar a agravarla. Y que las primeras impresiones son, a menudo, ciegas.

Suerte que hacernos mayores también tiene ventajas. Entre otras, comprobar que el disfrute de un viaje ya no se mide en el número de monumentos visitados y de fotos que enseñar a los amigos. Sino en compañías, conversaciones, experiencias y complicidades a menudo invisibles, que jamás serán glorificadas en una postal.

Foto: Renata Santoniero @flickr.com

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