David Febland
Corría el año 2007, septiembre para ser más precisos, y casi prendo fuego mi comercio. No es que recuerde la fecha con exactitud, tuve que ir a buscar el registro de “acontecimientos importantes”. El recuerdo vino a mi mente porque el departamento de Seguridad e Higiene de la comuna está realizando inspecciones y talleres sobre seguridad en los comercios de la ciudad.
Aparentemente ya han recorrido una buena parte de éstos, aunque aún no han llegado a mi tienda.
Será porque ya cuentan con mis antecedentes incendiarios?
De ser así, tendrían que haber venido en primer lugar para asegurarse de que cuento con las medidas mínimas de seguridad laboral y para otorgarme algún certificado que acredite que no soy un peligro para la sociedad. Con diez minutos de charla se darán cuenta de que soy inofensiva y el accidente que tuve fue en realidad un atentado contra mi vida de ese entonces.
Me comentaron algunos colegas que piden matafuegos, dan un “vueltín” por el local y ofrecen un cursillo de primeros auxilios que dura aproximadamente hora y media.
Mientras escuchaba los pormenores del curso -instrucciones sobre cómo hacer una reanimación cardiopulmonar, por ejemplo-, recordé aquel olvidable episodio ocurrido hace siete años, cuando mi subconsciente –en un acto de total inconsciencia de mi parte- intentó prender fuego el único medio de subsistencia laboral con el que contaba.
Confieso alguna vez haber dicho que iba a prender fuego el lugar, como quien dice que va a irse y comenzar una nueva vida de hippie en El Bolsón, vivir en una casa de barro en Traslasierra o debajo de un puente con su nuevo amor.
La primavera nunca fue lo mío, septiembre siempre me encuentra despeinada por el temporal de Santa Rosa. Mi humor convulsionado de ese entonces colaboró con mi distracción: no apagar la mecha de una vela de noche que tiré descuidadamente dentro de una caja de cartón ubicada debajo del mostrador.
Tal vez eran las dos de la tarde, estaba sola, la persiana enrejada de la puerta delantera estaba baja y el cartel “De Turno, toque timbre” era la señal de que había vida humana dentro del local y era lícito “molestar”.
No fue inmediato, pasaron unos segundos tras los cuales escuché ruido a leños crujiendo.
Nunca olvidaré que no supe cómo accionar un matafuego.
En este mismo momento, mientras escribo, estoy sentada con el matafuego a mi derecha y alcanzo a leer las instrucciones para accionarlo. Son pequeños ítems que acompañados con imágenes puede interpretar cualquier niño pequeño en edad escolar.
Luego de dos baldes de agua que parecieron avivar el fuego y un pedido de auxilio en la avenida –este detalle es deplorable-, accioné el dispositivo por enésima vez y con pura fuerza bruta logré destrabarlo, descargando miles de micropartículas blancas por todo el salón, de carambola también en el foco de incendio.
Vinieron amigos, empleados y auxilios; y tras muchas horas de baldes y trapos, el lugar siguió con su curso laboral. No así mi vida, que tomó irremediablemente otros carriles.
Será que en la vida tampoco leemos las instrucciones ni escuchamos atentamente los pormenores de los cursos de supervivencia? Existen cursos de este tipo? O solo vamos improvisando sobre la marcha?
Qué pasa con las contingencias del alma? Y cuando se prende fuego la memoria? Qué hacer con aquellos accidentes cotidianos que hacen que terminemos abandonados u olvidados? Qué hacer si estamos hastiados, cansados o derrotados? Qué sucede con el corazón? Cómo resucitarlo? Cómo revivir? Cómo sobrevivir?
Sólo sé una sola regla: si duele mucho . . . hay que respirar.
Ah! Si los avatares de la vida se pudieran alivianar con un matafuego, una bandita o una aspirineta . . .
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