Lo primero que pensé al llegar a Nápoles fue aquello de 'hay que ver lo bien que se vive en España'. Confieso que no es la primera vez que esa idea de reconfortante amor al terruño cruza mi mente, aunque siempre me había pasado fuera de Europa, en países en vías de desarrollo de los otros continentes.
Y es que a una se le quita rápidamente la concepción de que Italia es un país por delante del nuestro en cuanto a progreso se refiere nada más sumergirse en el caos circulatorio de la capital napolitana y observar el caso omiso de los pasos de cebra tanto por parte de los conductores, que pasan por encima con sus vehículos como exhalaciones, como por parte de los peatones que cruzan por donde le viene en gana desde los ancianos hasta las preñadas cargadas de churumbeles.
Pero si hay algo que te hace saber que estás donde estás y que algo huele a podrido -nunca mejor dicho-en el avance de esta ciudad europea es la acumulación de montañas de basura mires donde mires.
Cualquiera que haya visto o leído Gomorra, de Roberto Saviano sabrá que el nulo funcionamiento de los servicios de limpieza y de recogida de basuras -Waste Management, como dice el gran Tony Soprano- se debe a la lamentable connivencia de esa escisión del la Mafia que es la Camorra napolitana.
Era mi retorno a la mochila tras el paréntesis de la concepción y gestación de mi hijo, mi primer viaje aventurero con Gael y cuando elegí el destino me pareció más accesible. No contaba con un descenso al subdesarrollo empujando un carricoche rebosante de potitos y pañales, pero como decían en un anuncio que marcó época en mi infancia "la aventura es la aventura", así que respiré hondo y me dispuse a disfrutar de la vida napolitana.
Ni que decir tiene que, como casi siempre que se le da una oportunidad a alguien o a algo, mi breve inmersión en el sur de Italia lejos de defraudarme resultó una experiencia de lo más satisfactoria. Nápoles no huele a estercolero, pese a la Camorra, sino a pizza margarita, a gelatto y a colada recién tendida en sus balcones centenarios.
El exquisito trato de los habitantes del empeine de la bota suple con creces las deficiencias de sus infraestructuras. Es maravilloso pasear por esas calles donde los niños son los dueños de las acera y los bebés suscitan piropos constantes. También resulta de lo más gratificante entrar en cualquier local a cualquier hora y comprobar que no eres la única majadera que se aventura a salir a cenar con su enano, porque las trattorias están llenas de familias con miembros de 0 a 100 que comen y beben hasta las tantas.
Muy a mi pesar, este tipo de cosas ya no pasan en mi ciudad en la que cada vez es más difícil ver a niños jugando en la calle y en la que los camareros tuercen el morro si te ven entrar con un carrito a las nueve de la noche en un restaurante. Puede ser que estemos por delante en progreso, pero lo que ya no tengo tan claro es que en España se viva mejor.