La vida va más deprisa. Una generación no son treinta años como dijo Ortega. Los postes del tendido eléctrico viajan a más velocidad que el propio tren. La rapidez es la moda que más está durando. Recordamos el futuro como si fuera ayer. El pasado queda por delante y, en lugar de ser memoria, es destino. El ámbito temporal de la ley coincide con su derogación. Hay libros de menor vigencia que un diario. El medicamento se toma antes de la enfermedad y la tristeza es ya un síntoma de una vida sin preocupaciones. Veinte años no son nada sólo en los tangos y cualquiera puede dejarlos pasar entre desayuno y desayuno. La ley de la gravedad no es tan grave. Mañana no será así.
El discurso es el eslogan, la cultura un espasmo. La opinión es un tratado, la verdad es un tic. El aprendizaje es arcaísmo, porque la vanguardia es saberlo todo sin apenas haberlo aprendido. Las respuestas están huérfanas de preguntas. El éxito es un aplauso con su correspondiente fracaso al final del mismo acto. Pasar por la vida es ir dejando muescas en el espacio virtual; así nadie renuncia a su propia ausencia. La tabla de multiplicar corre un peligro inminente. La ley de la levedad y la fuga designa a cada persona como un “o lo que surja”, que es la desaparición del propósito y el triunfo, por fin, de la bagatela.
Borges imaginaba, con un diáfano optimismo de ciego, una época futura, muy futura, en la cual todo hombre produce su propio arte o el arte que necesita. Cada persona produce su filosofía, su pintura, su religión, su música y, después, cuando se muere, se destruye todo. Se entiende que cada persona es perfecta y puede cubrir sus anhelos sin recurrir al pasado. Cada hombre es su propio Shakespeare, decía, o su propio Rembrandt, eso sería lo ideal. No cabe pensar en Borges sin suponerle imbuido en un tiempo laberíntico repleto de parsimonias al estilo hindú. Tener el poder de imaginar una época muy futura es, a todas luces, una obra de lentitud, que hace con el tiempo lo que el alfarero con la arcilla.
La gravedad o la levedad, según el lado del que se mire, es la costumbre de la prisa. Al igual que el último rey de Portugal, don Manuel, cuando supo que un embajador a quien debía recibir en palacio se apellidaba Porras y Porras (“porra” significa en portugués el pene) podríamos exclamar: “¡Lo que molesta es la insistencia!”. Es decir; hay una fogosidad atmosférica que propicia el salto de un pensamiento a otro sin hilo que lo conduzca y, claro, una idea sin el consiguiente baño de muchas otras, una idea a secas, no moja. La prisa y la sequedad no son buenas compañeras del cultivo y lo que vivimos es una insistente impregnación de ambas.
Ninguna estalactita se da prisa en acabar su columna, a pesar de la claridad de sus fines. En cambio, va construyendo el relato gota a gota, cediéndole a cada una de esas gotas el protagonismo colaborativo que debe, sin menoscabar la profundidad que el abismo de su existencia requiere. Se trata de una estrategia que tiene el tiempo para evitar que la fragmentación sea hegemónica. Y también es una estrategia de la estalactita para evitar que se pierda la gota; todo un ejemplo. Por eso “nunca tengo prisa, no tengo tiempo”.