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Prisión

Publicado el 24 septiembre 2014 por Pablo Ferreiro @pablinferreiro
La huída fue larga. Fue difícil poner distancia con esos tipos, con ese pueblo del cual recibí agravios y difamaciones. Nunca quise darles el gusto de verme huir, por mi nombre y el de mi familia, pero los últimos embates habían sido peligrosos, ya pocos creían mi versión, que reafirmo y juro ante Dios que me mira y cuida a todos aquellos que habitan la Tierra. Así como no evitaré confesar mis errores, que los tuve. Ante todos quiero dejar bien en claro que yo, Isti Jalamad, jamás participé del asesinato de los niños de cuarto grado, mucho menos de su violación. Toda esta farsa injusta montada en mi contra, que casi todo el pueblo creyó, ha arruinado mi vida, me vedó el amor, me destruyó económica y anímicamente. Yo he sido quien trató de salvar a esos niños, quien los amaba, quien se preocupo por su educación, he arriesgado mi vida tratando de apagar el fuego que escondió la verdad. Espero que mi huída no afecte la sed de justicia de las familias afectadas de tan atroz manera. Si conociera al autor del crimen lo gritaría a los cuatro vientos pero como no es así, no lo hago. Hacerlo sólo me igualará a ellos en la cobarde e infame búsqueda de brujas. Confío en Dios y en su justicia, lejana justicia pero justicia eterna, que ese juicio celestial ponga fin al sufrimiento de esas vidas que fueron quebradas . Sólo en ese párrafo me referiré a este hecho lamentable, sólo como introducción y motivo a tan pesarosa desventura que viví luego y que procederé a contar, casi a modo de desahogar mi alma en pena.
Fui por el desierto hasta que mi caballo murió de fatiga, no soy bueno cabalgando y los caballos del pueblo no estaban preparados para realizar tanta distancia a tal velocidad. Cuando estaba por rendirme y entregarme a la muerte por falta de agua apareció un comerciante marroquí para salvarme la vida. Su caravana iba en camino a la Ciudad llevando cachivaches varios y algunos animales. Estos comerciantes no pasaban nunca de manera directa por mi pueblo, todo las baratijas que llegaban eran por medio de una especie de contrabando que realizaban las mujeres que contactaban con estos personajes en el límite de Imragati (así se llama mi pueblo), cuando iban al lago a lavar. El marroquí me cobró por salvarme la módica suma de todo lo que tenía,me hubiera salido más barato creer en el Profeta. El viaje fue manso, despojado de todas mis posesiones llegué a la Ciudad.
Desde que tengo memoria, el viejo Matsut contaba una vez al año en la escuela su experiencia en la Ciudad. En Imragati sólo los gobernantes tenían permitido viajar a conocer otras ciudades y otras partes del mundo. Así mismo tenían el control del comercio y eran quienes filtraban las pequeñas noticias que nos llegaban del mundo. Que no se tome esto como una crítica sino más bien como una descripción. Más allá de mi final en Imragati, tengo respeto por lo que el pueblo me dió y jamás hablaría mal de él ante extraños. Decía que el viejo Matsut, contaba su experiencia en la ciudad, a la cual había logrado llegar por ser un deportista destacado. Corría como el aguardiente una noche de invierno, se engalanaba Matsut. De todas las cosas que contaba el viejo, las cuales con el pasar de los años se iban distorsionando como cualquier historia  real o ficticia, ninguna se acercaba a lo que podían apreciar mis ojos de simple maestro de escuela. Los caminos eran impecables, las mezquitas y casas parecían tallados de un mismo mármol, en cada esquina se proveía de agua a través de unas bellas esculturas. Un solo sonido envolvía toda la ciudad, un tren continuo que rodeaba la ciudad sin parar en ningún lugar. Hasta enterarme de qué se trataba lo consideré una excentricidad. Tal como considere y admiré su economía ya que, para mi sorpresa, en mi primera recorrida ví que no había un comercio fluido. Había pequeñas despensas que no aceptaban dinero, ni plata, ni oro, ni ningún tipo de material de valor que yo conociera,  sino que intercambiaban mercaderías por poesía o por cualquier manera de arte. El enterarme de esto alivió el despojo del marroquí, por lo que creí que algún escrito podía proveerme de una onza de pan que tanto me hacía falta. Esa esperanza fue rápidamente disuelta al ser rechazados todos mis intentos artísticos por considerarse primitivos, banales o faltos de rigor.
El pedir ayuda no servía de mucho. Los habitantes andaban como perdidos, estaban enfrascados en el pensamiento, eran austeros, distantes, de ojos cansados y gesto adusto. Esto llamó mi atención y me hizo extrañar un poco Imragati, la solidaridad y la comunicación no eran prioridades en esta ciudad. A fuerza de discusiones me fui enterando de como eran las cosas aquí. Me fui desesperando, el hambre no ayudaba a buscar soluciones. Al quinto día de hambre y miradas de soslayo decliné en la búsqueda artística que llene mi estómago. Aclaro que lo intenté duro, pero la vara estaba puesta muy alta, razoné que tantos años de ejercicio en el pensamiento habían llevado a una cuasi perfección de los escritos, las pinturas, la música, contra la cual un recién llegado no podía competir. Cegado por tanta desgracia tomé la decisión de hacerme del arte por la fuerza. Una madrugada me escondí detrás de una de las esculturas que proveían agua y ataqué ferozmente a un viejo. El anciano casi ni se defendió, solo me miró con cara de pena y sonrió un poco. Murió al cuarto golpe que asesté en su cráneo. Revisé su túnica y encontré solamente un papelito con una frase:
“El olvido nos rodea, no corramos”
Me confundió un poco el pensamiento, no me pareció genial tampoco, pero a esta altura no podía confiar en mi criterio. El criterio que me llevó a realizar tal brutalidad, que me condenará a una eternidad de tormento. Esperé sentado con mi cuerpo temblando a que abriera la despensa. Al llegar el dueño entregué el papel. El tipo lo examinó minuciosamente, pensó durante al menos una hora, su análisis aceleró mi ansiedad,el hombre tocaba su barba, me miraba, miraba al techo, mis ojos no veían ya y mi estómago estaba doblado. El tipo finalmente se fué a la parte de atrás del negocio y volvió con una canasta llena de alimentos y bebidas espirituosas. Tomé la canasta y corrí a la calle, comí con desesperación, me sacie rápidamente y descansé unos minutos en la acera impecable. Cuando abrí mis ojos otra vez, dos polícias me tomaban de los brazos escuálidos. Un tercero hablaba con el despensero que no paraba de señalarme. Todo me pareció muy confuso.
Los policías me condujeron a un hospital donde un enviado gubernamental me informó que al día siguiente sería enjuiciado por robo, asesinato y mentira. Que debía preparar mi defensa y que me deseaba una pronta recuperación. Al preguntar por la posibilidad de un abogado, me informaron que nadie en su sano juicio puede defenderse mejor que él mismo y que por ello en la ciudad los representantes legales estaban reservados para quienes débiles de mente por alguna enfermedad. Esa noche realmente no pude ensayar defensa alguna, mi cabeza casi no podía pensar en nada, estaba obnubilado por mi debilidad física, mi pecado y mi situación repentina.
El juicio fue implacable.El despensero ofició de acusador. Declaró que el pensamiento que había presentado no se condice con mi edad, con mi comportamiento, ni con mi desesperación. Que él y casi toda la ciudad conocía que el viejo Saalif (me enteré ahi mismo del nombre del viejo asesinado, Dios lo tenga en la gloria) poseía ese pensamiento hace mucho tiempo y que se negaba a intercambiarlo por nada material ya que el viejo esperaba casi quieto, fumando, a que se haga realidad, que un acontecimiento extraordinario e inesperado venga a darle trascendencia a su existencia y sustento a la su pensamiento . Dijo que yo, como extranjero, claramente no conocía nada de esto y que me brindó comida no como paga sino como un gesto piadoso ante mi ignorancia y brutalidad, que es algo sobre lo cual él lleva muchos años pensando y creyó que era lo más adecuado actuar en consecuencia. Ante tales argumentos sólo atine a preguntar cual sería mi pena, a pedir perdón a toda la ciudad por mis actos y a alabar su forma de funcionar como sociedad.
La respuesta sobre mi pena me sorprendió casi tanto como todo en este extraordinario lugar. El juicio emitía culpabilidad o inocencia y no daba una cantidad de tiempo determinada a la reclusión. Los reos eran enviados al tren continuo que rodeaba la ciudad, su permanencia en él dependía de la posibilidad de responder cinco preguntas que permitieran pasar de vagón hasta llegar al conductor. El tren nunca en la historia se había detenido para dejar salir a alguien y que rara vez alguien subía. No había mucha gente a bordo, todos eran extranjeros. Esta sociedad condenaba al pensamiento.
El primer vagón era el más poblado, pero también el más revoltoso, distraído y disperso. Había mucho papelerío  y cada uno tenía su mesa de trabajo asignada donde también se servía la comida que no era para nada desagradable. Muchos llevaban más de 50 años allí y ya no querían salir por lo que su tiempo no lo dedicaban a la respuesta de la pregunta que permitiera avanzar sino a escribir bellos relatos y realizar dibujos soberbios. Nadie los reprendía por esto ni por casi nada. En el tren los viejos casi ni hablaban, pero por suerte algunos de mediana edad no habían perdido esa costumbre y pude tener con ellos algunas charlas que me llenaron de dicha luego de tanta pena. Me contaron que rara vez había algún amotinado y que casi nunca recibían algún tipo de violencia por parte de los celadores. Como buen hombre pregunté por el sexo, a lo que recibí como respuesta que ni los hombres ni las mujeres estaban interesadas, que la energía estaba puesta en resolver el enigma. Que quienes ya no deseaban resolverlo respetaban el ejercicio de los demás y molestaban lo mínimo posible. Casi todos estaban allí azotados por algo parecido a lo que me había sucedido a mí. Esto me hizo sentir menos estúpido.
Mi dedicación fue permanente y mi razonamiento llegó a lugares inimaginables. Veinte  años tardé en resolver el primer enigma, que fue el más complicado por la necesidad de entrenar la mente y acostumbrarla a la reflexión permanente. Los siguientes tres enigmas hasta llegar al último me consumieron aproximadamente cinco años cada uno. No diré cual era ya que haciendolo puedo contribuir a que este sistema que admiro deje de funcionar, cosa que no está en mi animo hacer. Sólo diré que cada uno de los enigmas que pasaba me enriquecía más y que al pasar de vagón la comunicación con los otros disminuía tanto como mi intención de hablar con ellos. Eran unos pocos al llegar al anteúltimo vagón, casi todos viejos, con buen aspecto entiendo que por carecer de enfermedades psicosomáticas y vicios. Lo cual me hacía pensar en lo autodestructivo del ser humano y su necesidad inconsciente de hacerse daño.
Al llegar al último vagón me encontré con una sola persona. Era una mujer. Ella no estaba ensimismada pensando sino que esperaba. Se vió reconfortada al verme entrar, entendí porque al recibir el último enigma. El cual sí diré ya que tanto llegar a él como a su respuesta es igualmente difícil por no decir imposible. El enigma no era ni un problema lógico, ni matématico ni requería de una exhaustiva práctica. Práctica a la cual nos abocamos con la mujer, con Greta desde el momento en que llegué hasta el momento en que ella murió y escribo esta historia para regalarla al viento y que sea encontrada y leída. Para que se me recuerde por más de que yo esté corriendo. Era una consigna a la cuál hoy puedo responder pero es inútil porque no quiero moverme de este vagón, porque estoy demasiado viejo y porque esto es lo que me queda de Greta. Era la razón por la cual el tren nunca paraba para dejar a alguien libre. La consigna decía simplemente
“Defina al amor: ” 

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