La característica central de la prisión podría describirse como una ruptura de las barreras privadas que engloban la unión de estos ámbitos de la vida: fisiológico, de seguridad y de estima. Todos los aspectos vitales de un ser humano se desarrollan en el mismo lugar, bajo la misma autoridad; cada etapa de la actividad diaria se lleva a cabo en compañía de un gran número de internos a quienes se da el mismo trato y de quienes se requieren las mismas cosas sin excepción. Todas las actividades están estrictamente programadas, y aquellas que resultan obligatorias, se integran en un solo plan para el logro y satisfacción de los propios objetivos de la institución, y no para el beneficio y la reeducación del interno o preso, cuya dolorosa carga emocional se encuentra invadida por algún que otro atroz delito que previvirá en él indefinidamente.
El hecho clave de las instituciones penitenciarias consiste en el manejo de muchas necesidades mediante una fría e inhumana organización burocrátrica. De manera que no permite el desarrollo de la calidez y la humanidad propia que todo ser humano guarda en su foro interno. También existe una escisión importante entre los internos y el personal supervisor. Los primeros, viven dentro de la institución y tienen limitados los contactos con el mundo exterior dependiendo del grado de libertad en el que se encuentren: primer (éste apenas existe ya, afortunadamente), segundo o tercer grado. Los segundos, cumplen una jornada laboral determinada pero, a su vez, están integrados en un mundo exterior que va más allá de las severas cuatro paredes. Cada grupo, tiende a representar al otro con ciertos estereotipos desfavorables que impiden el desarrollo integral y una adecuada y enriquecedora convivencia que permita la inexistente rehabilitación que, en la teoría del Reglamento Penitenciario y en la L.O.G.P, está tan bien estructurada y definida. Esta etiquetación consta de adjetivos como: cruel, indigno, delincuente, asesino, escoria, basura, despojo; y presuntuoso, abusón, déspota, cruel o mezquino. Así, el personal suele sentirse justo y superior; mientras que a los presos les influye dañinamente en su autoestima ya que tienden a sentirse inferiores, débiles o culpables.
El trabajo supone otro problema más en la vida en prisión. Los internos, al igual que máquinas programadas por los fabricantes, tienen todo su día organizado y planificado por agentes institucionales quienes, ni conocen sus nombres e ignoran las necesidades que puedan demandar. Y de esta manera, resulta imposible hacer unos programas educativos que se adapten a sus características y que completen los huecos emocionales que han podido provocar un entorno hostil, posibles carencias físicas y/o educativas, o un ambiente conflictivo sin el calor que proporciona el amor que alguien profesa por ti (GUERAU). De esta manera, los internos ignoran las decisiones sobre su propio destino. En ocasiones, sufren crisis de aburrimiento debido al escaso trabajo que, de una manera repentina, se toma la decisión que hagan. Y otras veces, se les exige una jornada tan severa que requiere un esfuerzo muy sufrido, y para estimularlo se imparten amenazas y duras órdenes de castigo.
A lo largo de la Historia, siempre se ha visto a la persona que comete un delito como a una bestia, un animal salvaje inmerecedor de vida alejándola por completo de ser considerada persona debido a su puntual comportamiento antinatural y cruel. En la Edad Media, al reo, una vez muerto, se le destripaba y el verdugo, corazón en mano, gritaba: "He aquí el corazón de un traidor". Su cabeza se clavaba en una estaca en la torre más alta del castillo al alcance de la vista de todos los habitantes, a modo de ejemplo y muestra del poder soberano. En Roma, los cristianos, presos en sus jaulas y considerados delincuentes por el hecho de practicar la religión cristiana, eran devorados vivos por leones como espectáculo en el gran Coliseo romano.
En definitiva, el reo (ser humano condenado por conducta antisocial) no ha sido ni es considerado por nadie. No se le permite ninguna oportunidad. Así, imposible que se dé la inserción en la sociedad tan aclamada por aquéllos que, de verdad, la integran en lo más profundo de su ser. No se trata de justificar, pues esto implicaría defender una conducta bien obrada a nuestro juicio. De lo que se trata en de comprender que, sin un espíritu humano ni crítico, resulta imposible ver que una persona que comete un delito puede ser una víctima más. Así pues, aquél que violó a una muchacha, pudo haber sufrido vejaciones sexuales en la infancia: masturbación de adultos o progenitores, abusos sexuales con penetración o abusos sexuales con tocamientos y palabras obscenas fulminantes para la psique y el campo emocional de un niño.
La sociedad, a través de los medios de comunicación, solamente percibe el atroz delito cometido pero, lo único que se puede ver no significa que sea lo único que exista. Hay un itinerario personal cargado de emociones, sufrimiento, dolor, rechazo, negligencia o marginación de por medio que, si no lo tenemos en cuenta, jamás se alcanzará la tan necesitada rehabilitación tanto para el propio individuo como para la comunidad.