De "No Crecieron Rosas sobre sus Tumbas". Autora: Ana María Alcaraz Roca. Ediciones Aglaya (2007).
El calor apretaba en el campo de deportes del Arsenal (de Cartagena). Se iba a celebrar la misa de campaña conmemorativa del Glorioso Alzamiento Nacional. Un palco cubierto con un entoldado protegía a las autoridades del intenso sol que se derramaba como fuego derretido de una caldera sobre el pavimento. Allí estaban todos, la plana mayor del nuevo régimen en el tercer aniversario triunfal; Pedro Bañón Pascual, comandante de la plaza y José Martinez-Sapiña, capitán honorario del Cuerpo Jurídico Militar. Todos con sus uniformes de gala, impolutos, blanquísimos, reverberando al sol, plenos de galones y condecoraciones. El jefe Local de la Falange, Tomás Cerezo Muñoz, presidente de la corporación municipal, acompañado por sus concejales representaba el estamento civil de la ciudad. La crema de la oligarquía urbana se cocía en el tórrido calor de julio, a pesar del toldo que a duras penas les protegía de la canícula.
Los presos habían levantado una tarima cubierta con una alfombra roja y sobre la que se alzaba un ara también de madera construida para la ocasión y recubierta con los ornamentos sagrados. A la espalda del altar una gigantesca bandera de España con el águila imperial bordada en el centro se tensaba sobre un bastidor. Delante del teatral escenario se situaba una mesita encima de la cual una custodia dorada que contenía las hostias sin consagrar relucía al sol en la mañana estival. Todo el conjunto estaba cubierto con un paño que pretendía convertir aquel improvisado altar en algo solemne pero que en realidad lo asemejaban a un tenderete de feria.
El capellán castrense pronunciaba su homilía, que más que una exhortación religiosa parecía un panfleto de Falange. En ella incluía las palabras con las que el Papa Pío XII se había dirigido al Caudillo felicitándolo por haber liberado a la católica nación española del terror y las hordas rojas. El sacerdote era odiado por los reclusos pues una de sus funciones consistía en confesarlos antes de llevarlos ante el paredón de fusilamiento. Pero más que por esta tarea, inherente a su cargo, los reos lo detestaban por atribularlos con aquellos sermones apocalípticos con la moralidad del régimen triunfante que el ministro de Dios les lanzaba todos los domingos en la misa. Sin embargo los miembros del escalafón superior lo respetaban sobre todo desde que introdujo la novedad de que los presos asistiesen maniatados a los actos religiosos.
Aquella mañana oficiaba la misa conmemorativa ayudado de sacerdotes de otras parroquias. Antes de comenzar la lectura de los evangelios se dirigió a los asistentes. Sus primeras palabras fueron para aquella masa sufriente, para los prisioneros:
Queridísimos hermanos en Cristo. Antes de proceder a celebrar el sacrificio de la Santa Misa, me gustaría comenzar estas efemérides gloriosas leyendo, una vez más, el telegrama que nuestro Pontífice dirigió al Generalísimo al día siguiente de la aplastante victoria contra el terror rojo.
"Levantando vuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente con Vuestra Excelencia deseada victoria católica España, hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas tradiciones cristianas que tan grande la hicieron Con estos sentimientos efusivamente enviamos a V.E. y a todo el noble pueblo español nuestra apostólica bendición"
Damián sabía abstraerse, era un viejo ejercicio que había aprendido no sabia ni cuando. Se fijaba en los detalles accesorios y su imaginación se lanzaba sin riendas a componer filigranas en las que se regocijaba para huir de algo que no le gustaba, en este caso el mensaje laudatorio y apocalíptico que desgranaba el capellán castrense. De cuando en cuando llegaban a su mente, que dejaba de divagar, tal vez cansada de aquellos viajes, algunas palabras de la prédica. Retazos de un discurso ultramontano que rápidamente alejaba de sí como si fuese una mosca azul.
Queridos hermanos -continuó la homilía- hoy celebramos el tercer aniversario del Glorioso Alzamiento Nacional, vosotros, (se dirigió a los presos señalándoles con el índice) estáis aquí el dominio rojo os tentó como lo hizo con nuestro Señor Jesucristo cuando estaba retirado en el desierto. Os tentó con el terrible pecado de la soberbia, porque queríais mandar tanto como ellos. ¿Ay, la tentación del poder! -graznó moviendo la cabeza admonitoriamente- Y eso era un imposible ya que atentaba contra el orden natural de las cosas. Es más, atentaba contra el orden impuesto por la Divina Providencia. Nuestro Señor, cuando oraba en Getsemaní, sabiendo en su infinita sabiduría que lo iban a matar, aceptó la voluntad del Padre.
Ellos mandan porque Dios así lo ha querido, son capitanes, tenientes o generales, vosotros sois solo marinos. Y habéis cometido pecado, el mayúsculo pecado de la soberbia que engendra todos los actos de rebelión. Pero como dice el refrán, lo que hoy nos parece malo, mañana se convierte en bueno. El triunfo del comunismo, que tanta sangre católica derramó, ha permitido a los españoles de fe edificar sobre sus ruinas, sangre, fuego y lágrimas un nuevo Estado más fuerte y poderoso, como afirmó nuestro invicto general Mola en un acto de inspiración divina.
El nacimiento de este nuevo Estado que hoy conmemoramos se ha hecho bajo el símbolo de la Cruz. La cruz redentora que nos protege a todos, a vosotros también, con el símbolo del perdón, perdón para todos porque no no hay nada más querido al señor que el retorno del hijo pródigo al redil de la iglesia...
El discurso quedó interrumpido pues un murmullo como de viento súbito se levantó entre los presos asistentes. muchos de ellos ya conocían el contenido de las sentencias que los condenaban al paredón de fusilamiento. El murmullo fue acallado por la elevación del tono de la voz del oficiante. El cura continuó su perorata:
Gracias a nuestro invicto Caudillo y a la sangre de los mártires derramada durante la Santa Cruzada hemos podido aplastar a la hidra de siete cabezas, al marxismo, síntesis de toda herejía y máximo exponente de los designios de Belcebú...
De repente, ante la sorpresa de todos los asistentes, se alzó una voz como un alarido desgarrador y terrible:
¿Perdón? ¿Perdón dice? ¿Qué clase de perdón es este que nos llevará a todos al paredón de fusilamiento? Además, aquí mismo, en el mismo lugar en el que ahora convocáis a Dios, fusiláis a sus hijos. Seguro que si miramos al suelo encontraremos restos de sangre, sangre humana, sangre de los compañeros, que anteayer mandatéis directamente al otro mundo. Yo os maldigo. Malditos seáis, vosotros y vuestro perdón. Si me tenéis que matar, matadme de una vez. De algo hay que morir, pero no me obliguéis a asistir a estos actos con los que tratáis de justificaros. No me obliguéis a adorar a este Dios que promete perdón mientras empuña el fusil. No me obliguéis a irme al otro mundo con las tripas sucias, sucias de vuestra mierda...
El exabrupto fue rápidamente cortado con dos culatazos de fusil en el estómago del recluso propinados por dos marinos del piquete de guardia. No obstante el dolor, la miseria y la humillación que latían tras la palabras del prisionero que, doblado por el dolor, se llevaron a la celda de incomunicados, se extendió como un fuego devorador. Se levantaron voces entre los asistentes. Sin embargo el clamor fue rápidamente silenciado por los soldados de guardia. La misa continuó su curso, esta vez con un pelotón de marinos rodeando los presos, presto a cortar cualquier conato de rebeldía que brotase de aquellos que sabían que iban a morir.
No tuvieron empacho en invocar a Dios, en recibir el cuerpo de Cristo en la comunión con total tranquilidad a pesar de estar rodeados por los fusiles que se alzaban y por aquella masa de presos, de personas que sufrían. Con su interpretación mezquina del mensaje cristiano olvidaban que el hijo de Dios también fue un preso que sufrió torturas y la muerte y que siempre estuvo al lado de los perdedores, de los que padecían hambre y sed de justicia. Ellos poseían la fuerza de las armas y eran los vencedores de la "Santa Cruzada" por tanto, suponían, que Dios estaba de su parte. Ninguno de los presos comulgó. Después de oído el ite, misa est, el oficiante acabó la ceremonia con tres vivas al caudillo y tres arriba España que solo la tribuna presidencial coreó.
Al abandonar el Campo de Deportes del Arsenal, Damián pido apreciar nítidamente en la tapia los desconchones de las balas y algunas manchas en el suelo. Supo entonces con una de esas corazonadas que él a veces sentía, que su suerte estaba echada. No podía esperar justicia, iba a morir y era preciso que se despidiese del mundo. Antes de entrar en el recinto miró hacia el cielo sabiendo que tal vez sería la última vez que lo contemplase. Oyó el mugido de la sirena de algún mercante que entraba en el puerto y una lágrima cayó de sus ojos. Abatido y ya presto a desprenderse de todo, agachó la cabeza y penetró en el reducto sombrío y aterrador del Penal.
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