Adán y Eva, Rubens y Jan Brueghel
Ayer soñé que me expulsaban del Edén. Allí vivía muy feliz y en la absoluta inopia, como los bichos que me rodeaban, vegetando, sesteando y sin dar un palo al agua. Había fuentes cristalinas que saciaban mi sed, generosos árboles que me regalaban sus frutos y una mujer que me colmaba de felicidad únicamente con su presencia. Sí, una mujer. Él había dicho que no era bueno que yo estuviera solo en aquel jardín y por eso me dio una compañera. Andaba con ella de aquí para allá, los dos cogidos de la mano, como en Babia, con el culo al aire, sin saber muy bien para qué servía aquel colgajo mío, además de para orinar… Pero la vida era plácida y sin sobresaltos. No había que luchar para comer, ni había que pensar para ser felices. No había que hacer nada, solo dejarse llevar. Y dábamos largos paseos, dichosos los dos, acariciados por un clima benigno. Ella era muy hermosa, con su andar armonioso y con sus larguísimos cabellos dorados, cayendo en cascada sobre su pecho. Y pasaban así los días lentos y apacibles. Pero algo debí hacer que no gustó al que nos situó en aquel paraíso. El caso es que se enfadó bastante. Mi sueño era confuso en ese sentido. No recuerdo bien qué pasó. Tal vez fue un malentendido o simplemente un capricho del propietario del Edén. No me dio explicaciones. Simplemente me llamó y me dijo: —Coge tus cosas y vete. Llévate a tu mujer. No quiero volver a veros por aquí. A partir de ahora, todo lo conseguiréis a base de esfuerzo. Nadie os va a regalar nada. Sois libres. El caso es que me vi fuera en un santiamén. Y emprendí un largo viaje. Lógicamente, en la expulsión, arrastré a mi compañera. Y eso me dio un poco de tristeza por ella. Se vio obligada a seguirme, pues era deseo de nuestro creador que, a partir de entonces, procreáramos y llenáramos el mundo con el fruto de nuestra simiente. Eso dijo antes de echarnos. Me castigó a mí y a mi estirpe. Ella se resignó, debía quererme mucho. Por eso, nada más salir de allí, me cogió de la mano y me llevó a un lugar frondoso lleno de árboles y me invitó a sentarme con ella en la hierba. Y, mirándome tiernamente a los ojos, me dijo: —He cogido sin permiso una manzana de un árbol del Edén. La guardé para que la probaras. Toma, dale un mordisco. Verás qué rica. Después que comí de aquella fruta, noté una sensación de calor y bienestar que me recorrió todo el cuerpo. Era una experiencia nueva. Entonces fue cuando me di cuenta de que estábamos desnudos. Y nos miramos con complicidad. Luego nos unimos en gozosa cópula.
Relato perteneciente a "Ida y vuelta", registrado en Safe Creative, bajo licencia