Revista Opinión
No podía evitarlo. Llevaba varios años asistiendo quincenalmente a esas dependencias del hospital pero el corazón se le aceleraba y las piernas le flaqueaban cada vez que atravesaba aquella puerta. Ya desde el día anterior intentaba convencerse de que no se pondría nerviosa y mantendría la entereza. Pero nunca lo conseguía. Sentía aprensión a las agujas con las que tenían que pincharle en ambos brazos. Sabía que los profesionales la tratarían con la amabilidad, rayana en la familiaridad más que en la cortesía, que se establecía de una relación tan dilatada en el tiempo. Y que intentarían, entre saludos y bromas, insuflarle una tranquilidad que necesitaba pero de la que carecía. Todo era inútil. En cuanto se acostaba en la cama y comenzaban los preparativos para conectarla a la máquina, su cuerpo se tensaba como un arco a punto de romperse y su cerebro la torturaba con pensamientos de fatalidad y angustia que la hacían empaparse en sudor. Su mirada recorría el techo de la habitación buscando el punto más alejado del enfermero que palpaba su brazo y lo apretaba con una goma para que las venas se hincharan de sangre. Los labios se le secaban y un sabor amargo le subía a la boca, como si el miedo procediera de lo más profundo del estómago y desde allí la invadiera sin encontrar resistencia. Eran instantes en los que, si pudiera, saldría corriendo de pánico y abandonaría a todos, con sus batas blancas y las agujas enarboladas al aire. Ni siquiera podía escuchar lo que le decían porque en sus oídos retumbaban las palpitaciones de un corazón desbocado. La mayoría de las veces, tras sentir el aguijonazo fugaz pero intenso de los pinchazos con que se iniciaba el procedimiento, ella comenzaba a relajarse y podía mantener una conversación. Había aprendido que lo peor ya había pasado. Al menos, ya no lloraba como al principio, cuando además del miedo, la frialdad de la piel y los sudores, sus ojos se llenaban de lágrimas. Sin embargo, siempre temía alguna complicación, un mal día en que sus venas se esconden y tienen que propinarle más pinchazos de los previstos. Entonces, en esas raras ocasiones, sus ojos volvían a ser la fuente por la que se derramaba todo el dolor y toda la amargura con los que afrontaba una enfermedad que la hacía pasar por aquel calvario quincenal. No podía evitarlo, era proclive al llanto.