Por: Carlos B. González PecotcheArtículo publicado en Revista Logosófica en marzo de 1944 pág. 21
Antiguamente, y hasta no hace mucho tiempo, era preocupación ineludible en las familias reales lograr que su sangre no se mezclara con la de origen plebeyo. Existía verdadero horror a lo bastardo o advenedizo. Esto explica la razón que llevaba a los descendientes de sangre azul, como dio en llamarse a las castas reinantes, a emparentarse entre si.
La palabra tiene, en cierto aspecto, una semejanza con esta forma de procrearse, de la clase noble, sólo que no se debilita como ella, cuya sangre, a fuerza de circular en un medio cada vez más reducido, ha ido debilitándose hasta extinguirse casi por completo en la órbita de los rangos humanos.Cuando la palabra no es una simple manifestación del hablar corriente, cuando desciende de una familia de palabras que encarna un ideal superior o constituye el tronco genealógico de conocimientos de una nueva especie, rechaza todo intento de ingerencia del lenguaje torpe. La palabra hueca no halla eco alguno en la reflexión elevada, y es el estudio uno de los medios más eficaces para tomar contacto con aquéllas más puras en sus acepciones.Las palabra troncales contienen suficiente fuerza creadora como para generar multitud de palabras de su mismo linaje. Demás está decir que ellas nunca salen de labios incultos, sino de aquellos que han sido preparados para conducir el acento educador y constructivo hacia los oídos que habrán de recibirla con la preferencia que suscita la simpatía o la admiración.En el campo del conocimiento logosófico tenemos una prueba irrefutable de la verdad que estamos exponiendo. Los conocimientos que divulga la Logosofía son palabras madres que al traducirse al pensamiento común para su fácil comprensión y asimilación, han dado a luz a muchas otras que cumplen su misión difundiéndose de un punto a otro, cruzando mares y continentes.Así aconteció con las palabras troncales pronunciadas por los grandes espíritus que tuvo la humanidad, las que aún hoy, sus descendientes continúan reviviendo en las almas el recuerdo consagrado de sus autores. Lo mismo ocurre al presente con las palabras que brotan de labios de preclaros estadistas, llamados a presidir futuros acontecimientos: su palabra es recibida e interpretada con unánime acuerdo y sentir.Lo que se ha visto, y en máximo grado en vísperas de la guerra actual, es cómo se ha pretendido emparentar multitud de veces, a las palabras de noble origen con las bastardas de la ralea farisaica, cuya finalidad es tergiversar su sano contenido. Mas cuando las palabras pertenecen a una familia cuyo jefe es verbo y raíz de un linaje, ellas se procrean por germinación espontánea, atravesando épocas y siglos, y nada ni nadie tendría poder suficiente para impedir su manifestación. El verbo del Cristo, como anteriormente tuvo esa misma vira palabra de otros guías ilustres y como la tendrá en nuestros día aquella que más verdades contenga y más fecunda sea en sus propósitos de bien.
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