Desde artículos de telefonía hasta tabaco, pasando por productos de alimentación, cosmética, moda, joyería, arte y accesorios de automóvil. Todo, incluso coches enteros, se puede falsificar.
Hace tiempo que los productos fraudulentos dejaron de ser algo exclusivo de mercadillos y, actualmente, mueve tanto dinero como el tráfico de drogas. Por desgracia, se ha convertido en un fenómeno socialmente aceptado y cada vez resulta más difícil de identificar.
El coste real de esta poderosa industria es realmente alto, muy favorecida por la expansión del comercio electrónico y por el libre comercio de mercancías que acompaña a la globalización. Es una amenaza para la economía en su conjunto ya que destruye puestos de trabajo, supone grandes pérdidas fiscales, fomenta el crimen organizado e imposibilita la innovación y la creación de nuevas empresas.
Dejando de lado la enorme pérdida económica que las imitaciones representa, hay otro tipo de problema no menos importante. Casi un tercio de los artículos confiscados por las aduanas, alimentos y medicinas muchos de ellos, se consideran potencialmente peligrosos para la seguridad y la salud. Los organismos de sanidad de Estados Unidos han advertido de que el 80% de los medicamentos vendidos a través de internet están falsificados.
Sin lugar a dudas, China es el país que tiene todos los récord en este tipo de producción, seguido por Corea del Norte y Taiwán. La industria de la falsificación supone el 8% del PIB total de este país.
Después de Alemania, Italia y Grecia, España es el país de la Unión Europea donde más productos falsificados se interceptan y donde el año pasado la Agencia Tributaria intervino casi 2,6 millones de estos productos, una mercancía que de haber llegado al mercado, habría tenido un valor de 129,9 millones de euros. Se estima que para las empresas españolas la pérdida anual de ingresos es de unos 4.000 millones de euros, lo que destruye 50.000 puestos de trabajo, según la Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM).
Para protegerse de este tipo de competencia desleal, las empresas gastan mucho dinero en acciones legales de todo tipo y campañas que dan a conocer los inconvenientes de este mercado ilegal, pero hasta que los gobiernos de los países más afectados no establezcan una serie de políticas claras en contra de la falsificación y unas condenas mayores, este fenómeno seguirá muy presente.
Son los consumidores los que ayudan a expandir este negocio sumergido cuando acuden a él para ahorrar dinero, pero esto último es algo que también buscan esas empresas que llevan sus fábricas a países subdesarrollados para reducir sus costes de producción a costa de bajos salarios y malas condiciones laborales, especialmente en la industria de la moda. Como siempre, cada parte mira por su propio interés, pero esto no debe servir de excusa para ignorar las consecuencias de esta realidad.