La idea de ahorrar consumo limitando la velocidad en autopistas y autovías a ciento diez kilómetros por hora, no parece arrendar la ganancia a nadie, salvo a las arcas del estado, necesitadas de una recaudación por sanciones propia de un impuesto revolucionario. La mayor parte del consumo de petróleo en España corre a cargo de la industria y de las centrales térmicas, siendo poco significativo el ahorro registrado por reducir la máxima en diez kilómetros a la hora.
Pero no ha sido la única actuación de este gobierno intervencionista en asuntos de menor relevancia: Ha prohibido los toros en Cataluña, la venta de ciertas golosinas en los colegios, por considerarse nocivas para la salud de los chiquillos pese a su registro de sanidad; ha aplicado una de las leyes antitabaco más restrictivas de Europa, eliminó los crucifijos de las aulas y terminó con los chiringuitos playeros.
En primer lugar, todos los asuntos anteriores, tal vez menos la ley sobre el tabaco, son temas de escasa relevancia para el gobierno de un país europeo, pero con un hondo calado social. El debate sobre la fiesta de los toros en Cataluña no debería haberse suscitado nunca, del mismo modo que prohibir los chiringuitos en las playas me parece una medida más propia de otro tipo de régimen político. España es un país volcado en el turismo centroeuropeo, que acude a nuestras costas por el buen precio del alcohol y del tabaco, así como por el entretenimiento típico de este país y la abundancia de establecimientos de hostelería. De un plumazo eliminamos el tipismo (los toros) y la posibilidad de disfrutar una cervecita en la playa, también el fumar libremente; todo ello hará más atractivo para nuestros visitantes, la elección de destinos diferentes, en Centroamérica, más económicos y con otras posibilidades de ocio. Todavía tiene menos sentido la prohibición de tomar un vino a menos de no sé cuantos metros de un colegio o la venta de ciertas golosinas o dulces; es una cuestión de educación, que los chavales deben recibir en su casa, y de control que depende de sus padres más que de los educadores. No obstante, recuerdo que durante mi infancia, mi padre me llevaba a una cafetería de Gijón, cerrada hace muchos años, y con diez o doce años, me servían una copita de “Sansón” o “Quina San Clemente”. Este último vino se anunciaba en televisión como para niños (da unas ganas de comerrrrr). Se conoce que entonces vivíamos en una dictadura.