Revista Cultura y Ocio
I/ Lágrimas en la lluvia De la ciencia ficción en el cine siempre me gustó la limpieza visual, todo ese borrado de la experiencia previa con la que nos adentramos en el espacio sideral. Al modo en que la nave surca la trama negra del cosmos hacia lo inédito, mi mente se enfrenta también a lo desconocido. Luego está la metafísica, como dice mi amigo Ramón Besonías, la incertidumbre de lo humano, la partida de ajedrez que el hombre entabla con la divinidad que, en el futuro hipertecnológico, desde el Hal 9000 a los replicantes o al fantástico androide de Prometheus, es también la partida del hombre con sus máquinas. El desamparo espiritual, más allá de las acometidas de las criaturas alienígenas o de las guerras de las galaxias, es el que mueve la ciencia ficción a la que acudo reverencialmente. El atrevimiento de Ridley Scott con el primer Alien consistió precisamente en retirar del imaginario colectivo (al menos durante dos horas de proyección) la frialdad cósmica de Kubrick y su pieza fundancional del género (2001, una odisea en el espacio, 1968) y volcar texturas terroríficas, privilegiando el suspense sobre el romanticismo, haciendo posible que la ciencia ficción se convirtiera en un producto rentable en taquilla. Imagino que la saga de Stars Wars tuvo algo que ver con esta refundación del género, pero Alien es la primera cinta enteramente adulta y en ella se depositó la esperanza del futuro. No sé si la mediocridad habitual ha dañado ese noble propósito, pero uno confía en directores como Duncan Jones, el hijo cómplice del padre Bowie, con su espléndida Moon. Confia en que se cumplan las palabras que el replicante Batty susurra al atribulado Deckard y mis ojos vean naves arder más allá de Orión. Momentos que se perderán en el tiempo. Lágrimas en la lluvia.
II/ Buenos tiempos para la criogénesis
El lugar en el que me he encontrado más solo en toda mi vida ha sido en mis sueños. Los de la teniente Shaw (Noomi Rapace) son rigurosamente observados por el androide que cuida su periodo de hibernación, interrumpiendo sus sesiones cinematográficas. Como los replicantes de Blade runner, el androide sospecha que son los recuerdos (los propios o los ajenos) los que le pueden hacer humano. No somos lo que decimos ni tampoco lo que amamos. Es en los recuerdos en donde verdaderamente existimos. Por eso reproduce frases en la falsa intimidad de un camerino y aspira a comprender las razones de los que lo crearon al modo en que sus creadores, los tristes hombres con sus pequeñas dudas, también indagan en la naturaleza del Creador en quien depositan su origen. Hasta ahí la sucinta metafísica de Prometheus, la que algunos hipercríticos han vapuleado hasta convertirla en materia de teología de feria provinciana. Pero Scott no pretende hacer ningún manual de supervivencia espiritual: factura un más que digno blockbuster de verano para que la caja tintinee como solía (hace mucho que el bueno de Ridley no da el pelotazo...) Cierto que sobran la mitad de los personajes, insostenibles en su breve libreto sin fuste y cierto también que toda esa narrativa de lo primitivo con la que se abre el film no impresiona (por vista, por quemada, en los ojos del aficionado serio) pero Prometheus es un alarde de belleza (salvo tramos plúmbeos como la parte en que se pierden en la pirámide algunos científicos o el de la pelea en la rampa de la nave) en estos tiempos de pendejadas estivales. No se zafa del oportunismo que supone sacar del olvido a la saga Alien (tan satisfactoria en taquilla, por otra parte) pero si alguien podía refundar la franquicia era el señor Ridley Scott, que es un perro viejo y ladra como le place. Estos de ahora han sido los mejores en mucho tiempo.
III/ En las montañas de la locura
Posiblemente no haya tiempo en una película convencional para alargar hasta el agotamiento narrativo todas las posibilidades discursivas de la trama. Quizá no tengamos que llegar a esos extremos, pero me tengo por un vicioso de lo mío y soy capaz de disfrutar en los extremos como algunos, menos retorcidos que yo, de mayor sentido práctico de las cosas, merodean y disfrutan lo cercano, no la bendita periferia. Se echa en falta, hecho uno a devorar series en el cómodo sofá de casa, que la historia de Prometheus tenga diez episodios de cincuenta minutos. Que los showrunners de la serie dejen pistas de que hay una segunda temporada. Que la HBO aproveche la soberbia plasticidad de los primeros minutos de Prometheus (David yendo y viniendo por la nave, masticando Lawrence de Arabia, espiando las pesadillas ajenas) y le dedique un episodio a uno de mis replicantes favoritos. Que en otro Shaw batalle por su Dios y libre con la crema intelectual de la tropa de a bordo conversaciones que harían disfrutar a Bergman y al propio papá Dick (alguien habrá que discurra, alguien habrá que parezca un personaje de Woody Allen en una fiesta en el upper Manhattan) Nada ocurre a capricho de nuestras inclinaciones estéticas o morales. Ojalá (cierro este excurso doméstico) H.P. Lovecraft hubiese firmado el libreto de la cinta. Aceptos adhesiones a pie de post.
IV/ Algunos todavía no han salido de la Nostromo Hace tiempo que la realidad dejó de interesarnos como espectadores. No nos interesa la película sino el material adicional. Hemos aceptado un modo de hacer las cosas que consiste en escamotear contenidos y favorecer la información complementaria. Queremos saber cómo se hizo, entrar en la bambalina del asunto, aunque ese conocimiento signifique sacrificar el visionado clásico, al que le prestamos una atención menor. Hay quien opina que todo lo que ha rodeado a Prometheus, su campaña viral, la de bajo coste y amplia propaganda, crea un estado de shock mayor que la propia cinta en sí. Quien se vuelve loco viendo una y otra vez esta pequeña golosina colgada en el youtube, aperitivo jugoso, no me cabe duda, y desprecia el plato principal con todos los monstruos en pantalla grande. La enfermedad de nuestro tiempo es la saturación. Toda la bazofia cósmica que he visto en interminables (y placenteramente las más de las veces) sesiones nocturnas, bajo el split, en los veranos sin piedad que se gasta por aquí, no me ha impedido apreciar Prometheus como el entretenimiento que pretende ser. Una vez que dejamos la butaca y volvemos a casa, en el camino despejado, escoltado por los faros de los coches, pienso en todo lo que he aprendido y en el precio que uno paga por ese aprendizaje. En cómo he perdido la inocencia y en cómo lucho por sentirme inocente de vez en cuando, libre de mí mismo, de todo lo que hace que no disfrute como otros y me encabrone (es un decir, uno malo, entiendan) cuando considero que de algún modo he salido timado de la sala. Soy yo el que maquina esos chantajes contra mi disfrute. Soy yo el que no ha salido de la Nostromo todavía. A lo mejor soy Ash, el otro androide. Tengo que buscar esta noche a Dios en mi disco duro.
V/ Encerrado en una habitación con los mejores juguetes del mundo
Con frecuencia he pensado que solo estoy hecho para ser feliz, pero a poco que entro en estas reflexiones filosóficas caigo en la cuenta de que no soy especial en nada y que una legión de personas como yo pensarán lo mismo y con idéntica frecuencia. Es del dolor de lo que huímos. Lo tememos más que a la misma muerte. Uno de los dolores más finos es el de no ser amado. Mi amigo K. sostiene que el amor es prescindible si uno tiene una buena biblioteca. O una buena colección de películas, le corregí. De los libros y del cine extrae uno vidas que no se encuentran en la vida de verdad, momentos de esa felicidad absoluta, ensimismada y embebecida, en la que la realidad se diluye, a sabiendas de que el viaje tiene regreso, y se impone una realidad alternativa, el territorio mítico de la ficción. No hay nada mejor que la ficción. Ninguna cosa, ni siquiera el amor, sustituye al placer de que nos cuenten una historia y de que nos la cuenten de la mejor forma posible. El amor, el buen amor, es un cuento dirigido que uno desea que trascienda y no se extinga, pero es un cuento al cabo. A K. le debe fascinar la figura del androide que pasea la Prometheus durante los primeros (y magníficos) minutos de la película de Ridley Scott. Se cambiaría por él. Yo también sería un androide feliz si me aseguran que después de la soledad interestelar, de todos esos años en compañía de un proyector y de quizá una biblioteca, podré volver a lo que me espera. Lo hermoso es que haya algo que nos esté esperando. Que uno se vaya y sepa que el regreso será una fiesta compartida con quienes aceptaron el viaje. Los detractores de esta especie de onanismo cultural me convencerán sin esfuerzo de que estoy equivocado. No pienso rebatir lo que sé que no es rebatible. No se vive entre libros ni entre películas. Los miles de discos que tengo ahora a mi alrededor no van a proporcionarme la felicidad que hoy he tenido al pasear por mi pueblo, con mi mujer, ensimismado y embebecido por la precaria perfección de esas distracciones irrelevantes. Siempre puede uno encerrarse en una habitación con los mejores juguetes del mundo y bendecir que la llave no esté echada. Una vez pensé que podría estar escuchando obsesivamente Hallellujah en la versión de Rufus Wainwright hasta el asqueroso final de los tiempos. Qué feliz fui, Ridley, con tus nuevas criaturas. Sí, sobran cuatro personajes y hasta sobra el guionista, pero me devolviste cosas que ya no creía volver a encontrar. K. te manda un saludo. Es muy tímido.