Sobre la dignidad del hombre
El necesario discurso positivo
Puede que uno no goce del don de la fe. Los motivos son muy diversos. Puede suceder también que muchas de las intuiciones y posicionamientos vitales que algunos asumen sean, sin acaso saberlo ellos mismos, auténticos preambula fidei en el sentido más lato de la palabra. Pueden suceder muchas cosas, que los factores vienen casi sin número, pero no puede suceder que este o aquel ser humano no sea creación divina. Un es de Dios, crea o no crea. Y siendo creación suya, la afirmación tremendamente positiva ha de ser la siguiente: el hombre está bien hecho. Tú estás bien hecho. Desde aquí avanzamos hacia la perfección, aunque no quiero meterme ahora en cuestiones de perfeccionamiento teleológico, pleromático, tan vinculadas al formidable anuncio escatológico de la Revelación divina. Vayamos poco a poco. ¿Recuerda alguno la vez primera que vio el rostro de su madre, la primerísima caricia, el asombro sin precio? Es un recuerdo de difícil acceso pero, sin embargo, he aquí la esencial memoria de la especie. Es memoria sensorial y motriz, es memoria riquísima y feraz. Son aquellas protoconversaciones con la madre (el olor de mamá, el gesto, su pecho, la presión de su mano perfecta). Estamos bien hechos, ¿a qué despreciarnos? Desde el comienzo hemos entrado en la dimensión contenida dentro del mágico número tres del que hablan pedagogos y educadores: yo-mundo social-mundo físico. Lo emocional tiene aquí un valor propio. Es el valor emocional del comportamiento el que nos proporciona el inicio del conocimiento. Una somera definición de conocimiento, que no pretende ser única, podría ser la de entender dicho concepto del siguiente modo: el conocimiento comporta aquellos procesos de orden mental a través de los cuales los hombres tratamos de comprender y controlar el mundo.