Revista Cultura y Ocio
Lo vimos por primera vez nada más salir de la estación de Santa Apolonia y lo apodamos Pseudopessoa. Creemos que se apeó del mismo tren que nosotros, aunque no recordamos haberlo visto en el restaurante, ni en el bar, ni tampoco en los pasillos. Vestía un gabán marrón, gafas y sombrero. El bigotillo, claramente, se lo había arreglado hacía bien poco, tal vez para su viaje a Lisboa. Era español. Caminaba delante de nosotros con paso cansino y aire distraído. Nada más enfilar las cuestas de Alfama se perdió por el laberíntico trazado árabe y ya no lo volvimos a ver… hasta el mediodía.
Portugal no es un país por descubrir para alguien que ha nacido a cincuenta kilómetros de la frontera, como es mi caso. Sin embargo, por diversas razones, nunca había pisado Lisboa; una espinita clavada que por fin me he podido quitar. Ahora que ya he regresado, puedo decir que es una de las ciudades del mundo que más me ha maravillado. Aunque parezca una tontería, en Lisboa se puede sentir lo mismo que en París, Londres, Roma, Barcelona o incluso Nueva York (bueno, lo mismo que en Nueva York no); esa sensación puramente stendhaliana, ese síndrome nostálgico que atrapa al viajero y le eriza el vello gracias a la magia que implica pasar de dos a tres dimensiones. En Lisboa me he sentido vivo, feliz, enamorado, pero también me he sentido en casa.
Lo primero que llama la atención es su peculiar localización, entre varias colinas que sólo dejan en llano una pequeña parte de la ciudad, la Baixa, donde se encuentran las calles comerciales y donde destaca por su majestuosidad dieciochesca Rua Augusta, una de las pocas peatonales. Por si esto fuera poco, Lisboa está cortada por el rio Tajo, de enorme anchura en este punto de su curso, que parece un mar abierto y que limita los accesos a Setúbal a los dos enormes puentes existentes a ambos lados del trazado urbano. Por allí, por la Baixa, cerca de ese enorme espacio abierto al agua que es la Praça do Comércio y que articula el trazado racionalista de toda la parte baja, volvimos a ver a Pseudopessoa, con su sombrero y su parca, esta vez acompañado por su mujer, o su pareja, o un espectro que hizo su aparición en ese momento; hecho que me llevó a preguntarme si el propio Pseudopessoa no sería también un holograma, una aparición o algún tipo de alucinación visual compartida, pues mi mujer también jura haberlo visto.
Nuestra primera jornada en Lisboa duró catorce horas. Catorce horas de caminatas levemente interrumpidas por pequeños descansos para sentarnos, comer, beber o fumar. Quizá el recorrido fue excesivo, porque ya este primer día dejamos la ciudad bien vista. Y es que Lisboa, aunque es una capital europea, cuenta tan sólo con seiscientos mil habitantes, y su centro históricono es demasiado grande. Durante la primera jornada, subimos a Graca en el elevador, esa suerte de ascensor con forma de tranvía que, por un precio no tan módico como el viajante espera en Portugal, sirve para evitar sobrecargar los gemelos de las piernas con el veinte por ciento de desnivel. Desde allí (de forma ciertamente estúpida, pues pagamos ida y vuelta o, mejor, subida y bajada) descendimos a pie hasta la Sé, la Catedral, lugar donde ya habíamos coincido con Pseudopessoa horas antes. Un edifico muy parecido a la catedral de Coímbra y cuyo valor interior supera con creces el exterior con aspecto de fortaleza. Y de ahí, de nuevo cuesta arriba, al Castillo, que posee una de las mejores vistas de Lisboa y que estaba atestado de turistas con cámaras réflex carísimas y ropa de North Face y botas Columbia o Timberland y, en resumen, un dineral sobre su cuerpo, lo cual me llevó a pensar que ahora, en crisis profunda, sólo viaja quien realmente tiene pasta… Y nosotros, que nos las componemos para escaparnos de vez en cuando. Más cosas: Chiado y Bairro Alto. Para mí, lo más interesante de Lisboa. Ambiente bohemio donde los haya y mucho hipster luciendo bigotillo y gafas de pasta grandes y ropa retro que estuvo de moda hace décadas. Allí está el café A Brasileira, con ese aire que tenían en el s. XX los grandes cafés, con su enorme reloj y sus lámparas, con sus espejos y su decoración Art Decó, con sus camareros simpáticos y su populosa terraza y, sobre todo, con su estatua en bronce a Pessoa, foco de atracción de turistas, y no tan turistas:
El Barrio Alto (Bairro Alto) es, sin duda, lo mejor de la ciudad. Y lo es porque guarda la esencia del verdadero Portugal, la del Portugal profundo de los pueblos del interior, y porque mantiene esas tabernas y tascas cutres donde aún se puede fumar y donde el café cuesta setenta céntimos, y porque la imperial (una caña de cerveza) vale un euro, y porque los baños tienen urinarios de los antiguos, y porque el fado no es material para turistas, sino música popular. El barrio es la zona más animada de la ciudad, la que tiene más restaurantes y más garitos nocturnos (para after hours mejor dirigirse a Cais do Sodré) y también uno de los sitios donde más droga se puede adquirir. Allí conocimos a Antonio, uno de los fadistas más veteranos de Portugal. Regenta un local muy conocido en la parte alta, allí se puede cenar un bacalhau à bráz mientras se escucha la guitarra portuguesa y la voz de sus bellísimas fadistas a la luz de las velas. Antonio, muy amable, nos dedicó una fado a mi señora esposa y a mí (más bien a ella, pero bueno, dijo que era para los dos). A consecuencia, cuando, ya en el postre, vino a preguntarle si le compraba un CD a quince euros, no pudo decirle que no. Cosas que pasan...
Visita obligada es también la zona de Belém, bastante alejada del centro y a la que conviene acudir en el tranvía número 15 a fin de contemplar desde la ventanilla la vida de esa Lisboa periférica tan personal, tan atlántica, tan portuguesa. Allí se encuentra el monasterio de los Jerónimos, máximo exponente del arte manuelino. Se trata de una variante del gótico tardío con ornamentación renacentista exuberante, cargada (y recargada) de motivos vegetales y simbólicos. En mi opinión, uno de los estilos arquitectónicos más horteras de la historia. Impresionan las dimensiones del monasterio, de la iglesia y del claustro, pero está todo tan restaurado que parece un decorado de cartón piedra. Frente al monasterio, otro monumento bastante hortera; el de los descubridores, un mastodonte con forma de quilla que asoma al Tajo. Y un poco más allá, metida en el agua, la torre de Belém, menos recargada, mucho más fina. No me extraña que sea siempre ella quien sale en las guías. Tras la visita a la zona, nos sentamos en una terraza de una de esas típicas pastelerías portuguesas que venden pasteles de nata (un pastel relleno de crema y dorado al horno de excelente sabor) y nos tomamos un par de capuchinos. Justo cuando nos íbamos, apareció Pseudopessoa con su mujer, una señora muy antipática, por cierto, pues le cedí el paso cuando entraba a la terraza y ni siquiera me dio las gracias. Observé, antes de abandonar el lugar, cómo Pseudopessoa pedía una lata de Sagres y una bolsa de patatas fritas que le sirvió, principalmente, para alimentar a las palomas, animal que en Lisboa resulta una molesta plaga. La tarde la dedicamos a las librerías de viejo (en Lisboa hay más librerías de viejo que normales) y adquirimos varias rarezas, todas ellas firmadas por Pessoa o alguno de sus heterónimos. También conocimos la mítica librería Bertrand y luego, con las baratísimas compras ya hechas, dedicamos la tarde y la noche a perdernos por la Baixa y por las calles adyacentes a la Avenida da Liberdade, la parte más nueva, ancha, lujosa e imperial de Lisboa; una enorme vía de varios carriles con bulevar que culmina en la enorme rotonda de Pombal, coronada por un parque en cuesta que ofrece unas magníficas vistas de la Baixa.
El distrito de Lisboa está lleno de ciudades que merece la pena visitar, aunque sea de paso. Setúbal, Estoril, Cascáis. Pero hay una que destaca por encima de todas, al menos según la UNESCO. Se trata de Sintra, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1995 y desde entonces se llena de turistas cada fin de semana. Sintra no es Brujas, ni Venecia, ni Chambéry, no se trata de una de esas ciudades de cuento llena de preciosos y bizarros palacios y viviendas. De hecho, la gracia de la ciudad reside básicamente en el emplazamiento de su casco histórico, situado en un macizo rocoso que está coronado por un gracioso castillo y por el famoso palacio romántico, y muy ecléctico, de Pena. Cuesta llegar arriba, pero merece la pena (y nunca mejor dicho), pues la vista es espectacular. En cualquier caso, Sintra, como pueblo, no es la ciudad mágica que yo esperaba. Molesta también el hecho de que los hosteleros locales se aprovechen del turista con precios ciertamente abusivos, sobre todo si tenemos en cuenta que el casco histórico está separado de la ciudad y que si el viajero necesita agua, viandas o un cuarto de baño, no le queda más remedio que acudir a uno de los pocos, y carísimos locales, que existen en la parte antigua.
La tarde del domingo concluyó entre castañas asadas (muy típicas en Portugal, como lo fueron en España hace años), paseos por Alfama en el famoso y cinematográfico tranvía 28 (se me viene a la cabeza Lisbon Story, de Wim Wenders, con actuación estelar de Teresa Salgueiro y su grupo Madredeus) y cervezas de tasca con un Benfica-Académica de Coimbra de fondo, en la tele; una Samsung de cuarenta y pico pulgadas que era, de largo, lo más moderno de un local lleno de parroquianos mayores que debatían, con su calma habitual, sobre la huelga general, la situación del país, la de España, y también la del Sporting de Lisboa, un club histórico que atraviesa momentos muy delicados. Más tarde, ya de noche, volvimos al hotel a por las maletas y después cogimos el metro para llegar a la estación de Santa Apolonia. Allí, como no podía ser de otra manera, nos encontramos de nuevo con Pseudopessoa. Como cuando lo vimos por primera vez, caminaba solo, sin su mujer, ese espectro salido de una pesadilla infantil que, se me ocurrió, vivía en Lisboa separada de Pseudopessoa y, de tan maleducada, ni siquiera había acudido a despedirlo a la estación. Entonces pensé, o al menos quise creer, que Pseudopessoa no era tal, que en realidad era la rencarnación del verdadero Pessoa, quien volvía a la ciudad tras viajar en el tiempo y vencer a la muerte. Y en ese momento recordé una estrofa de un poema que el poeta dedicó a su amada ciudad:
¿Yo? Pero, ¿soy yo el mismo que aquí viví, y aquí volví,
y aquí volví a volver y volver,
y aquí de nuevo he vuelto a volver?
¿O todos los Yo que aquí estuve o estuvieron somos
una serie de cuentas-entes ensartadas en un hilo-memoria,
una serie de sueños de mí por alguien que está fuera de mí?