ALGUNOS AÑOS ANTES DE LA GUERRA ACUDIÓ A PSICOANALIZARSE CONMIGO UN JOVEN ALEMÁN, QUEJÁNDOSE DE SU INCAPACIDAD DE TRABAJO, DE HABER OLVIDADO TODA SU VIDA ANTERIOR, DE HABER PERDIDO TODO INTERÉS. Era estudiante aventajado de Filosofía en Munich; se hallaba ante sus exámenes finales, y, por lo demás, era el hijo de un financiero muy culto, astuto, infantilmente travieso, que, como más tarde se demostró, había llegado a elaborar felizmente un enorme erotismo anal. Al preguntarle si realmente no tenía memoria de ningún suceso de su vida o de nada perteneciente al círculo de sus intereses, me expuso el plan de una novela bosquejada por él, que se desarrollaba en Egipto en la época de Amenofis IV y en la cual tenía gran importancia cierto anillo.
Iniciamos el análisis partiendo de esa novela; el anillo demostró ser el símbolo del matrimonio, y desde allí pudimos remozar todos sus recuerdos e intereses. Resultó que su descalabro psíquico era la consecuencia de un gran esfuerzo de superación. Tenía una sola hermana, algunos años menor que él, de la cual estaba enamorado con pasión y sin disimulo alguno. «¿Por qué no podríamos casarnos?», se habían dicho a menudo. Sin embargo, sus demostraciones de amor nunca habían trascendido de lo lícito entre hermanos. De esa hermana habíase enamorado ahora un joven ingeniero, que fue correspondido, pero no halló favor ante los severos padres. En su zozobra, la pareja de enamorados acudió al hermano en demanda de auxilio. Éste se solidarizó con los amantes, ofició de intermediario en su correspondencia, les facilitó los encuentros cuando, durante sus vacaciones, se encontraba en casa, e influyó por fin sobre los padres hasta que éstos dieron su beneplácito al compromiso y al casamiento.
Durante la época del noviazgo sucedió en cierta ocasión algo muy sospechoso. El hermano emprendió con su futuro cuñado una excursión a la Zugspitze, en cuyo curso actuó como guía; pero ambos se perdieron en la montaña, corrieron peligro de despeñarse y se salvaron sólo a duras penas. Mi paciente no me contradijo mucho cuando le interpreté esa aventura como un intento de homicidio con suicidio.
Pocos meses después de casarse la hermana, el joven comenzó su análisis conmigo. Lo dejó, con plena capacidad de trabajo, al cabo de seis a nueve meses, para rendir sus exámenes y presentar su tesis; volvió un año más tarde, siendo ya doctor en Filosofía, a fin de continuar el análisis, porque, como decía, para él, como filósofo, el psicoanálisis tendría un interés que trascendía el resultado terapéutico. Recuerdo que reinició el tratamiento en octubre; pocas semanas después me contó la siguiente experiencia:
En Munich vive una adivina que goza de gran fama, al punto de que hasta los principes de la casa de Baviera suelen acudir a ella cuándo se proponen emprender algo importante. Lo único que aquélla exige es que se le indique una fecha cualquiera. (Olvidé preguntar a mi paciente si ésta también debe incluir el año.) Se supone que la fecha corresponde al natalicio de una persona determinada, pero la pitonisa no pregunta a qué persona se refiere. Provista de esta fecha, hojea unos libros de astrología, hace largos cálculos y emite por fin una profecía referente a esa persona. En marzo último mi paciente se dejó convencer de visitar a la adivina y le presentó la fecha de nacimiento de su cuñado, sin mencionar, naturalmente, el nombre de éste y sin traducir que pensaba en él. De acuerdo con el oráculo, «esa persona moriría en junio o agosto próximo de una intoxicación con cangrejos o con ostras». Después de haberme contado esto mi paciente agregó: «¡Y eso era extraordinario! Yo no atiné a comprenderlo, y le contradije enfáticamente: «Pero ¿qué hay de extraordinario en eso? Hace ya una semana que usted se visita conmigo; si su cuñado realmente hubiese muerto ya lo habría contado aquí; por tanto, vive aún. La profecía fue formulada en marzo, para cumplirse a mediados del año; ahora estamos en noviembre. Por consiguiente, no se ha cumplido. ¿Qué encuentra usted de admirable en eso?» A lo cual me respondió mi paciente:
«Es cierto que no se realizó; pero lo curioso es que mi cuñado realmente gusta mucho de cangrejos, ostras y otros mariscos, y, en efecto, había sufrido en el mes de agosto anterior una intoxicación por cangrejos, de la cual estuvo a punto de morir». Nada más se habló al respecto.
Me propongo ahora considerar este caso con ustedes. Creo en la veracidad de lo narrado; mi paciente es una persona que merece ser tomada en serio y que actualmente es profesor de Filosofía en K. No conozco ninguna razón que pudiese haberlo inducido a engañarme. La narración tenía un simple carácter episódico, no obedecía a ninguna tendencia, nada más se agregó a ella ni dio lugar a ninguna conclusión. El paciente no se proponía convencerme de la existencia de los fenómenos psíquicos ocultos, al punto que tengo la impresión de que ni siquiera apreciaba con claridad el significado de su experiencia. Yo mismo quedé tan extrañado y aun molesto, que renuncié a la utilización analítica de su comunicación. También en otro sentido debemos aceptar como irreprochable la referida observación. No cabe duda de que la adivina no conocía a quien la consultaba. Reflexionemos por un momento en el grado de intimidad necesario para reconocer determinada fecha, como el natalicio del cuñado, de un conocido nuestro. Por otra parte, todos estarán, sin duda, de acuerdo conmigo en negar tenazmente que mediante fórmulas o con tablas cualesquiera pueda deducirse de la fecha natal un futuro tan preciso y detallado como el de sufrir una intoxicación por cangrejos. Tengamos en cuenta cuán grande número de personas nacen en un mismo día. ¿Podremos entonces considerar posible que la similitud de los azares fundados en la comunidad de fechas natales alcance a detalles tan precisos? Por consiguiente, me atrevo a negar toda consideración a dichos cálculos astrológicos, y aceptaré que la adivina, en vez de éstos, podría haber cumplido cualquier otra ceremonia, sin afectar en lo mínimo el resultado de la consulta. Además, creo que no cabe aceptar la menor intención de engaño en la adivina o, como mejor sería llamarla, en la médium. Si admitimos el carácter real y veraz de dicha observación, se nos presenta la necesidad de poder explicarla. Adviértese a primera vista algo que rige para la mayoría de estos fenómenos: su explicación, partiendo de premisas ocultistas, posee una rara suficiencia e integridad, agota totalmente el asunto a explicar, y sólo adolece de que, en sí misma, sea tan absolutamente insatisfactoria.
La adivina no podía tener conocimiento de la intoxicación por cangrejos ya sufrida por un sujeto nacido en determinada fecha ni pudo tampoco haberlo adquirido de sus tablas o de sus cálculos. En cambio, dicho conocimiento se encontraba en el consultante. Todo este sucedido se explica íntegramente si aceptamos que el conocimiento se transfirió de él a ella, a la pretendida profetisa, por un camino desconocido que excluye las formas de comunicación habituales y familiares. Ello significa que deberíamos admitir la transmisión del pensamiento. A las maniobras astrológicas de la adivina corresponderíales entonces la función de una actividad que distrae sus propias fuerzas psíquicas, que las ocupa en forma innocua, de modo que pueda tomarse receptiva y permeable para los pensamientos ajenos que influyen sobre ella, o sea para que pueda convertirse en un médium cabal. En el chiste, por ejemplo, hallamos procedimientos similares cuando se trata de asegurar a un proceso psíquico un decurso más automático.
Con todo, la aplicación del psicoanálisis a este caso nos ha de rendir aún algo más y contribuirá a realzar su importancia. Nos enseña, en efecto, que no es una parte arbitraria de un conocimiento cualquiera el que por la vía de la inducción se ha comunicado a una segunda persona, sino que se trata de un deseo extraordinariamente poderoso de una persona que guardaba con la consciencia de ésta una relación peculiar, el cual pudo alcanzar, con ayuda de una segunda persona, expresión consciente bajo un tenue disfraz, a semejanza de la manera en que el extremo invisible del espectro lumínico se manifiesta sensorialmente en la placa fotosensible, como una prolongación coloreada del espectro visible. Creemos poder reconstruir el curso de ideas que nuestro joven tuvo después de la enfermedad y el restablecimiento del cuñado aborrecido como rival. «Bueno, esta vez ha salido con vida; pero no por ello renuncia a su peligroso amorío con mi hermana, y espero que la próxima vez muera por eso». Este «espero» es el que se ha convertido en la profecía.
Como símil de este caso podría exponer el sueño de otra persona cuyo material consiste en una profecía, demostrando el análisis del mismo que el contenido de dicha profecía coincide con el de una realización de deseos . No me es posible simplificar la precedente explicación, agregando que cabe considerar como inconsciente y reprimido el deseo homicida de mi paciente contra su cuñado, pues durante el tratamiento del año anterior se había tornado consciente, desapareciendo las consecuencias de su represión. No obstante, seguía subsistiendo; ya no con carácter patógeno, pero si con suficiente intensidad. Bien podríamos calificarlo, pues, de deseo «contenido».
Sigmund Freud, Psicoanálisis y Telepatía 1921 (1941)