La razón es sólo la penúltima capa añadida en el proceso evolutivo que desembocó en nuestra conformación como seres humanos. Antes éramos sólo seres sentimentales, nos movíamos dirigidos por nuestros sentimientos, a partir de los cuales se formaron los instintos, que son el modo en que esos sentimientos se proyectan, al modo de fuerzas vectoriales, hacia la conducta. Por encima de nuestra mente racional está aún la capa que nos pone en contacto con la realidad de las cosas, que no necesariamente coincide con lo que de ellas dice la razón, y que empezó a aflorar sobre todo en la etapa evolutiva que históricamente se corresponde con el Renacimiento. Mientras tanto, por debajo de la capa racional, como decimos, permanece ese sustrato sentimental e instintivo, que es peligrosamente abandonado a sí mismo cuando deja de tener en cuenta las conclusiones a las que llega la razón y la propia experiencia de lo real. El psicoanálisis reserva el nombre de “consciente” para estas capas que apuntan hacia fuera de nosotros mismos, hacia lo que Freud denominó “principio de realidad”, y reserva el nombre de “inconsciente” para esa otra capa de nuestra personalidad que nos empuja a movernos dirigidos por estímulos propios, internos, es decir, sentimentales (instintivos), y no por las exigencias de la realidad externa. Es precisamente a partir de que somos capaces de confrontarnos con esa realidad externa cuando aparece la instancia del “yo”; hasta entonces rige lo que Freud denominaba “ello”, la instancia que en nosotros representan los instintos o pulsiones.
Cuando nuestra conexión con la realidad externa entra en crisis (cuando deja de ser válida la cosmovisión que para nosotros construyeron nuestra razón y nuestra experiencia), tiende a producirse en nuestra personalidad el fenómeno de la regresión, es decir, que eventualmente quedan anuladas o interrumpidas aquellas funciones superiores (la razón y la experiencia ligadas al yo) y adquieren preeminencia los dictados de la instancia previa y más primaria, el inconsciente (el ello), es decir, lo que, desdeñando el principio de realidad, sugieren o imponen los sentimientos una vez desvinculados de esa parte racional/experimental que ha entrado en crisis. Una neurosis o una psicosis no significan sino la irrupción del inconsciente (de los sentimientos prerracionales, del ello) en una personalidad que no encuentra modos de mantener activas las funciones que habrían de ponerla en contacto con el principio de realidad (y, por tanto, con el yo).
Dinamismos todos estos que no sólo se corresponden con el funcionamiento de la mente individual, sino también de la colectiva: cuando un ser colectivo entra en crisis, es decir, cuando deja de ser válida la cosmovisión, el modo de entender la vida y el mundo que regía en esa colectividad, y mientras no llegue a establecerse una cosmovisión alternativa, se produce una regresión hacia los estratos sentimentales prerracionales, lo que el antropólogo Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939) denominó “mentalidad primitiva”, y en donde la mente de los individuos queda obnubilada y como hipnotizada, pasando a disolverse en lo que el mismo antropólogo denominó “participación mística”. Allí es la masa como tal la que empuja de una manera contagiosa hacia determinados modos de comportamiento. Gustave Le Bon (1841-1931), uno de los más destacados psicólogos sociales habidos, describe así lo que ocurre en estos casos: “En determinadas circunstancias, y tan sólo en ellas, una aglomeración de seres humanos posee características nuevas y muy diferentes de las de cada uno de los individuos que la componen. La personalidad consciente se esfuma, los sentimientos y las ideas de todas las unidades se orientan en una misma dirección. Se forma un alma colectiva, indudablemente transitoria, pero que presenta características muy definidas (…) Forma un solo ser y está sometida a la ley de la unidad mental de las masas”. Dice también: “En el alma colectiva se borran las aptitudes intelectuales de los hombres y, en consecuencia, su individualidad. Lo heterogéneo queda anegado por lo homogéneo y predominan las cualidades inconscientes”. El estado de participación mística se correspondería, pues, con lo que en la psicología de los individuos vendría a ser una psicosis, en donde los sentimientos cursan desvinculados de las funciones superiores racionales y de contacto con la realidad.
Carl Gustav Jung avisó, por su parte, de la regresión que él percibía que se estaba produciendo en el hombre civilizado hacia sus bases arcaicas, es decir, primigenias, promovida por la crisis del modo de entender la vida que había estado vigente durante siglos y que en los tiempos actuales se ha abismado, en cuanto que etapa de transición, hacia el nihilismo. En ese proceso se pierde la diferenciación psíquica individual, esto es, la consciencia, diluyéndose en la “participación mística”, en la que no existen individuos sino grupos. “El retroceso compensatorio hacia el hombre colectivo –dice Jung–amenaza con sofocar al individuo, sobre cuya responsabilidad descansa al fin y al cabo toda obra humana. La masa como tal siempre es anónima e irresponsable”. Jung pudo comprobar cómo, desde bastante antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se había ido gestando ese fenómeno de “participación mística” entre los alemanes que desembocó en el nazismo. Constató que venía a ser como un estado de posesión que bien podríamos llamar diabólica, aunque él habla del arquetipo del dios Wotan, una especie de dios del caos. Dice en concreto: “Ya en 1918 pude comprobar en lo inconsciente de mis pacientes alemanes curiosas perturbaciones que no cabía atribuir a su psicología personal. Aquellos fenómenos impersonales se manifestaban en los sueños siempre en forma de motivos mitológicos, tales como aparecen también, por todo el mundo, en leyendas y cuentos populares. He denominado a esos motivos mitológicos arquetipos, es decir, maneras o formas típicas de vivir estos fenómenos colectivos. Pude constatar una perturbación en lo inconsciente colectivo de cada uno de mis pacientes alemanes (…) Los arquetipos que pude observar manifestaban primitivismo, violencia y crueldad. Cuando hube visto un número suficiente de casos así dirigí mi atención al extraño estado espiritual que a la sazón imperaba en Alemania. Pude reconocer únicamente signos de depresión y de un gran desconcierto, pero esto no calmó mis sospechas. En un artículo que publiqué por entonces exponía la sospecha de que la ‘bestia rubia’ se agitaba en un sueño intranquilo y que no era descartable un estallido”.
Jung afirmó que no se trataba de un fenómeno meramente teutónico, sino más o menos universal, aunque la mentalidad alemana mostraba entonces una mayor disposición a ser afectada. Prosigue: “Además de esto, la derrota (se refiere a la Primera Guerra Mundial) y la difícil situación social reforzaron el instinto gregario en Alemania, de modo que resultaba cada vez más probable que Alemania fuese la primera víctima entre las naciones occidentales, víctima de un movimiento de masas desatado al soliviantarse las fuerzas que dormían en lo inconsciente, dispuestas a romper todas las barreras morales. (…) “Como ya les he dicho, la inundación que se produjo tras la Primera Guerra Mundial se anunciaba en los sueños individuales en forma de símbolos mitológicos colectivos que expresaban primitivismo, violencia, crueldad, en suma todos los poderes de las tinieblas. Cuando símbolos semejantes se presentan en gran número de individuos y no se entienden, estos individuos comienzan a unirse como atraídos por una fuerza magnética, formándose una masa. Pronto se hallará el dirigente de esa masa en aquel individuo que muestre la menor capacidad de resistencia, el mínimo sentido de responsabilidad y, a causa de su inferioridad, la más fuerte voluntad de poder. Se desatará todo lo que ya estaba listo para explotar, y la masa seguirá con la violencia primigenia e irresistible de una avalancha.(…)“Podría decirse que seguí la revolución alemana en el tubo de ensayo del individuo y tuve plena conciencia del monstruoso peligro que podría derivarse de una congregación en masa de gente así. Pero todavía no sabía entonces si eso bastaría para hacer inevitable un estallido general. Sea como fuere, tuve la oportunidad de seguir toda una serie de casos y de comprobar cómo se desarrollaba la irrupción de las fuerzas oscuras en la probeta individual. Pude observar cómo esas fuerzas quebraban la moral y el control intelectual de los individuos e inundaban su mundo consciente. Aquello significaba muchas veces sufrimiento y destrucción espantosos”
Conduzcamos ya el hilo argumental de esta compleja entrada del blog hacia ámbitos que nos resulten más próximos, que nos liguen, pues, con nuestras más inmediatas preocupaciones. Este fenómeno de la emergencia del hombre masa que, además de Le Bon o Jung, detectó también Ortega y Gasset, no es algo que corresponda sólo al pasado, que quedara desactivado con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su caldo de cultivo es la desorientación del hombre actual, producida por la pérdida de referentes culturales y morales sobre los que sostener una cosmovisión solvente que le ayude a entender el sentido de la vida. Y esa desorientación, y su consecuencia, lo que Erich Fromm llamó “miedo a la libertad”, sigue vigente. Ése es el contexto en el que, de diferentes maneras, se producen fenómenos de regresión que son recurrentemente tratados en este blog, singularmente el de nuestros nacionalismos: fenómenos sociales en los que la razón deja de tutelar los sentimientos, que vuelan a sus anchas hacia los dominios donde el delirio sustituye al principio de realidad. Cuando la mente racional es sustituida por la mente primitiva, cuando la “participación mística” sustituye al individuo, cuando los sentimientos dejan de someterse al cauce de la razón y del principio de realidad, la democracia corre peligro. La democracia es un sistema político que surgió a partir de aquella premisa que Kant enunció para la Ilustración cuando demandaba a cada individuo: “Sapere aude. ¡Atrévete a pensar por ti mismo!”. Regresar de estos postulados es abrirse paso hacia el totalitarismo.