La psicopatía es un tipo de trastorno moral y emocional caracterizado, sobre todo, por la incapacidad que tiene, quien lo sufre, de empatizar con los demás, de ponerse en el lugar del otro y sentir los propios afectos alterados o matizados por lo que quienes le rodean puedan sentir. Puesto que la moralidad se sustenta en la existencia de códigos de conducta que presuponen, precisamente, la toma en consideración de valores grupales, de puntos de vista en los que queda involucrado el interés colectivo, se concluye también que el psicópata es un ser incapacitado para acceder a sentimientos morales. El núcleo de esa incapacidad queda señalado por la ausencia de sentimientos de culpa y, correlativamente, de responsabilidad y de vergüenza. Los psicópatas son sujetos cuyo comportamiento es habitualmente egocéntrico y antisocial. Son hedonistas, impulsivos, superficiales, mentirosos y manipuladores, muy hábiles a la hora de racionalizar su comportamiento a fin de que parezca correcto, sensato y permisible, pudiendo cambiar con gran facilidad sus argumentos justificativos si se les coge en alguna contradicción. Suelen ser encantadores en primera instancia y notablemente inteligentes. El psicópata, por lo demás, no sufre un trastorno de las funciones cognitivas: cuando hace daño, por ejemplo, sabe que lo hace… Aunque pueda parecerlo, todavía no estoy hablando de política o políticos.
La prevalencia de este trastorno en la población general es del 1 %, pero entre la población reclusa es del 15 %; algo lógico, puesto que son personas más inclinadas hacia los comportamientos delictivos, al no contar en tales casos con otro freno que el que imponen los órganos represivos de la sociedad, no la eventual consideración de que lo que hacen pueda estar mal. Según estos índices, en España existen unos 470.000 psicópatas. Lo expuesto hasta aquí es uno de los polos de la cuestión que ha de ocuparnos a lo largo de este artículo. El otro sigue sin ser todavía, estrictamente hablando, la política, sino uno de los grandes socavones que la evolución de la sociedad moderna ha ido dejando en su camino y al que globalmente podemos aludir como deriva hacia el descrédito y consiguiente menosprecio de la realidad. Ambos polos, el que está constituido por trastornos de la personalidad individual como este de la psicopatía y el que conforma un contexto social y cultural que viene a servir de hornacina o concavidad en la que aquellas patologías son especialmente bien acogidas, habrán de servir de marco a nuestras conclusiones, que irán a parar ya decididamente al ámbito de la política.
Señalaremos puntalmente alguno de los hitos de ese trayecto hacia el menosprecio por la realidad que se fue asentando en la mentalidad moderna. Fijémonos, para empezar, en la poderosa figura de Lutero, uno de los pilares de esa mentalidad. Decía el iniciador de la Reforma: “El cristiano hace lo correcto y deja las consecuencias en las manos de Dios”. Es decir, el hombre solo debe de preocuparse de lo que le dicta su voz interior, sus principios, su conciencia, y olvidarse de los resultados, de las consecuencias en el mundo externo a las que pueda llevar el comportarse de acuerdo con esos dictados de su intimidad. Es una idea que viene a confluir, después ya de la muerte de Dios que Nietzsche anunció, con esto otro que, ya en tiempos casi contemporáneos, afirmaba este mismo filósofo: “Amamos nuestro deseo, no lo deseado”, vale decir también que, según él, debemos atender a nuestra voluntad, no a los lugares externos (reales) a los que pueda llevarnos esa voluntad. Dicho de una forma más: no deben de importarnos las consecuencias de nuestros actos, unos actos sin otro sustento moral, a esas alturas nietzscheanas de nuestra modernidad, que lo que nos salga de las entrañas, algo que, según el mismo Nietzsche, está “más allá del bien y del mal”. André Breton, mentor máximo del surrealismo, quizás el movimiento cultural más importante de esta última fase de la modernidad, lo dejó claro cuando escribió en su “Primer Manifiesto del Surrealismo”: “Todo acto lleva en sí su propia justificación”. Ya había adelantado algo así un personaje imaginario, el Ivan Karamazov de Dostoievski, cuando, en medio de las tribulaciones a las que le había llevado ese contexto cultural que era el suyo y sigue siendo el nuestro, afirmó: “Si Dios no existe, todo esté permitido”.
En este proceso que empezó con Lutero al dejar exclusivamente a nuestra conciencia la responsabilidad por los resultados de nuestras acciones, se abrió un ramal que ha concluido en lo que Zygmunt Bauman ha llamado adormecimiento moral o inhabilitación ética de los individuos, al menos de toda esa gran masa humana seducida por la idea de que solo tenemos que responder de nuestros actos ante nosotros mismos, no ante ninguna instancia, terrenal o supraterrenal, que nos trascienda. A despecho, sin duda, del mismo Lutero, hemos llegado, pues, a los dominios de lo que Ortega llamaba el hombre-masa, del que decía: “El hombre-masa (…) se trata precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna instancia superior”. En suma, se ha creado un caldo de cultivo cultural especialmente propicio para el desarrollo de las psicopatías. El psicópata es, efectivamente, ese personaje egocéntrico y desentendido de las consecuencias de sus actos que, de modo indirecto, estaban propiciando todos esos precedentes culturales.
Y así llegamos, por fin, como pretendíamos, a los dominios de la política, pues, precisamente por esa posibilidad que al psicópata se le ofrece de manipular a la gente, así como por esas contra-habilidades sociales de saber mentir y engañar a los demás, comportamientos tan recurrentemente utilizados por los políticos y que el psicópata domina, así como por el hecho de saber sacar beneficio propio sin que importen los perjuicios que ello ocasione en los demás, que también caracteriza a tales enfermos morales, la política es un campo al que estos se sienten especialmente llamados. Hemos de considerar que la psicopatía no es una entidad nosológica con unos límites absolutamente determinados, sino que el conjunto de sus síntomas varía de menos a más a lo largo de una escala (hay, efectivamente, escalas psicológicas para la medición de la psicopatía), lo que permitiría que personajes capaces de exhibir en sus comportamientos una sutileza mayor de la que es propia en el psicópata-tipo escalen posiciones en la política perfectamente camuflados tras una apariencia atractiva.
Es desde aquí desde donde podemos concluir que no necesariamente existe una simetría entre el carácter moral de nuestros gobernantes y el que es propio de los gobernados, ni que la propensión a la corrupción que exhiben los políticos sea equivalente a la del ciudadano medio. La capacidad del gobernante psicópata (y de sus aliados en los negocios sucios, que pululan en los aledaños de la política y de la psicopatía) de manipular a la opinión pública, controlando incluso los medios de comunicación, de caer de pie a pesar de que se le consiga pillar in fraganti en alguna de sus fechorías, de, por ejemplo, como hizo Jordi Pujol durante décadas, levantar un escudo defensivo que le ha permitido proclamar que cuando alguien mentaba sus sucios negocios estaba “atacando a Cataluña”… todo eso hace que una opinión pública desprevenida sea víctima recurrente de gobernantes psicópatas o próximos a la psicopatía. Mejorarían las cosas si, en el otro extremo, hubiera gobernantes firmemente opuestos y enfrentados a tales comportamientos antisociales, que se ofrecieran como combativos referentes morales dispuestos a acabar con la corrupción y la manipulación. No es el caso en nuestro país. Mariano Rajoy, por ejemplo, dice que sobre el caso Jordi Pujol prefiere no opinar.