El liberalismo económico, ese que aplica con devoción el Gobierno del Partido Popular, está destruyendo unos servicios públicos que, a pesar de sus imperfecciones, daban confianza a una mayoría de ciudadanos porque aseguraban protección cuando se necesitaba. Esa es, precisamente, su justificación: atender a los que no pueden costearse ningún socorro ni apenas unas necesidades básicas, como la educación y la sanidad, entre otras prestaciones públicas.
La mentalidad economicista imperante establece que, en las actuales circunstancias de crisis y, lo que es peor, en adelante y tal vez para siempre, tales servicios son inasumibles porque representan un gasto que el Estado no puede atender sin ser tachado de despilfarrador por los mercados, a pesar de que su financiación corra a cargo de los impuestos que adelantan los contribuyentes. Su coste, para el liberalismo que gestiona la política, requiere de copagos, repagos y recortes que hagan factible la viabilidad financiera de esos servicios sociales en el sector público. Y para convencer a la población de ello, el Gobierno no tiene reparos en presentar a los empleados públicos como trabajadores privilegiados que exprimen la riqueza nacional y que sólo se dedican a cobrar unas nóminas vitalicias sin dar un palo al agua. Divide y vencerás.
Así, aprovechando que la crisis pasa por Valladolid, los gestores de nuestra convivencia apuestan por “adelgazar” al Estado de estas servidumbres para dejar que la iniciativa privada se encargue de aprovisionar esos servicios a la ciudadanía, máxime si son de primera necesidad y, por ende, imprescindibles, como la sanidad, la educación, la dependencia, la seguridad, la justicia, etc. El ardid para lograrlo es diáfano: primero, se tildan de gastos que endeudan excesivamente las finanzas nacionales; luego, se desprestigia a los funcionarios para que el resto de la población no se solidarice con ellos; y, finalmente, se erosiona su eficacia detrayendo recursos de su normal funcionamiento. Estas medidas de “ahorro” que impone el Gobierno están movidas, antes que por la crisis, por una ideología que está persuadida de que es preferible la “libertad” de ser pobre a tejer una red de socorro público para los más desfavorecidos de la sociedad. Para esa corriente de pensamiento, es la persona, y no la sociedad, la que debiera afrontar cualquier contingencia, incluida aquellas que determinan desigualdad de condiciones y oportunidades. Y que el mercado sería suficiente para proveer las demandas de los ciudadanos, sin que el Estado tenga que intervenir para conseguir equidad social ni regular un “negocio” que no acabe perjudicando aún más a los menos privilegiados, como estamos viendo con las actuales medidas de “austeridad”.
Sin máscaras ni reservas, la crisis está sirviendo de excusa perfecta para desmantelar los restos de un Estado del Bienestar que, más bien que mal, procuraban cierto alivio a los necesitados. Sin embargo, se está produciendo en la actualidad un cambio radical en el paradigma que permitía sociedades basadas en la solidaridad pública, donde los más pudientes aportaban más recursos y los menos recibían ayudas públicas. Ahora se está destruyendo esa arquitectura social para sustituirla por aquella otra que posibilita que una secretaria pague más impuestos que el dueño de la empresa o la que permite que las fortunas tributen a través de SICAV al uno por ciento y nóminas de supervivencia lo hagan al 20 por ciento.
El desprestigio de lo público que está ejerciendo el Gobierno de España no viene motivado por la crisis económica ni por las medidas que impone Bruselas para conceder rescates que al final se destinan a los causantes de la propia crisis, sino que está promovido por un empeño ideológico de cambiar el modelo social. Los elementos socialdemócratas que aún perduraban en las políticas sociales quieren ser eliminados para implantar definitivamente un liberalismo económico que borre el “rostro humano” del sistema capitalista dominante que nos aplasta sin disimulo.
Y si para ello hay que pudrir lo público, derogar derechos y retroceder en libertades, se hace sin miramientos y con decisión, aunque se manifiesten los funcionarios, los sindicatos, los trabajadores, los estudiantes y hasta sus padres. Ninguna víctima está de acuerdo con su opresor pero es olvidadiza, y ya habrá tiempo de hacerla cambiar de opinión.