Como historia triste de un autor que escribió libros excelentes y que por muy poco tiempo tuvo el placer de ser reconocido, recuerdo el caso de Italo Svevo. Había publicado las novelas Una vita y Senilitá, pero se lo apreciaba tan poco que abandonó la literatura. Durante la primera guerra mundial participó en un cuarteto musical, y decía: “Pueden identificarme: el que desafina soy yo”. Svevo, que en realidad se llamaba Ettore Schmidtz, tenía en Trieste una fábrica de pintura para barcos y de vez en cuando viajaba por negocios a Inglaterra. En un diario de Trieste encontró el aviso de un señor que se ofrecía para dar clases de inglés. Lo llamó; era James Joyce. Con el tiempo, entablaron amistad; Joyce que leyó capítulos de La conciencia de Zeno, los encontró maravillosos. Bloom, el personaje de Ulises, es Italo Svevo. En 1928, cuando empezaba a ser famoso, Svevo murió en un accidente de automóvil, Italo Calvino me aconsejó que leyera La conciencia de Zeno. Al poco tiempo partí con el libro a una ciudad termal. Ese libro espléndido me enseñó a no ser pretencioso. A mí, que creo entender de libros y que creo en mi criterio, las primeras páginas de La conciencia de Zeno me parecieron insoportables. Me irritaba que el protagonista, para dejar el cigarrillo, se hiciera encerrar por su mujer en un sanatorio y después pensara que todo era un plan de la mujer para tener amores con el médico… Pero como en las librerías de aquella ciudad sólo encontraba libros pornográficos o guías de turismo gastronómico, retomé la novela y pronto llegó el día en que descubrí su fascinación. La conciencia de Zeno es un libro que siempre releo y a Svevo lo siento como a un hermano.
Adolfo Bioy Casares
Conversaciones en el taller literario
Fuente de la foto: Museo Sveviano