Revista Sociedad
El diablo se esconde tras lo baladí. Así reza, al menos, el dicho popular. Sin embargo, ocurre que, a veces, su figura se nos presenta imponente y ciclópea. Y a plena luz del Sol. En medio de un ataque de cólera, debió descargar con la fuerza de mil mares toda su iracundia. No cuesta imaginársele cruzando el río Estigia en la patera de Caronte, clavando sus uñas sobre la madera mojada, con esa mirada sobrecargada, camino del mundo de los vivos con el tridente en ristre. Un banquete de hostias. Y así, con las pezuñas ya en polvorosa, pataleó como un poseso hasta hacer temblar la falla de Enriquillo. Todo Puerto Príncipe besó el suelo. Los edificios, como la hoja rozada por la llama, se plegaron sobre sí mismos al socaire de los trallazos y los rebuznos del malevo.
Y de aquellos polvos, estos lodos. Puerto Príncipe es una escombrera gigante. Entre riscos y hendiduras se consumen los atrapados. La respiración estentórea de los moribundos apresados entre el tonelaje de escombros se extiende como un mantra maldito por toda la ciudad. Los cuerpos sin vida se amontonan en las calles. Los fotógrafos, como el buitre que sobrevuela la carnaza, corren de un lado a otro en busca de la imagen más retorcida, más hiriente. Mientras más desgarradora sea, mejor. Son muchas las imágenes que cruzan la fina línea que separa la información del puro amarillismo. La deontología de muchas agencias de noticias se tambalea como días antes lo hicieran los pilares del Palacio Presidencial. Y entre tanto, se suceden las chapuzas y los desmanes. No sólo el FBI se ha quedado con el culo al aire al tirar de Google para montar un retrato robot rayano con el ridículo, sino que TVE también ha tenido que rectificar dos veces en pocos días al emitir imágenes falsas del terremoto de Haití por haber abierto el paraguas de Google para cubrir sus ediciones.
Aquellos que han sobrevivido y deambulan –ahora más que cuando era puro reclamo turístico– como zombis por las calles en busca de un familiar o, simplemente, ofreciendo sus manos como palas, se ponen cáscaras de limón o dentífrico en la nariz para sobrellevar el hedor a carne humana en estado de descomposición. Como siempre, los primeros en enarbolar la bandera de la solidaridad y la ayuda fueron los norteamericanos. Estados Unidos, el paladín de la insolidaridad y la cetrería de alto vuelo según la progresía, ha enviado ya el todopoderoso portaviones Carl Vinson, con un destacamento de seis mil soldados y diecinueve helicópteros. Ha enviado, además, otros seis barcos junto al USNS Comfort, el buque hospital más grande del mundo. Este inmenso hospital flotante es capaz de atender a más de mil pacientes diarios. Cuenta con mil camas y doce quirófanos completos. Para hacerse una idea de sus dimensiones, cabe destacar con negrita que el Hospital de La Paz de Madrid, uno de los más grandes de España, cuenta con 1325 camas. Entre los 1200 profesionales médicos que porta el USNS Comfort, se incluye también un equipo de veterinarios y una banda de música. Hay más. Además de los 100 millones de dólares donados por la administración Obama, pusieron rumbo a Haití tres aviones C-5 Galaxy, capaces de transportar 125 toneladas de ayuda humanitaria cada uno. Si a toda esa ayuda se le suma que, al igual que ocurriera con el Tsunami en 2005, la mayor parte de las donaciones privadas provienen de los Estados Unidos, sería conveniente ponerse en pie y aplaudir en lugar de tanta diatriba fácil y ramplona.
Y es que la tradición filantrópica norteamericana viene de raigambre. No sólo por librarnos de dos guerras y encargarse de la posterior reconstrucción de los países europeos con el hercúleo Plan Marshall. En todos los grandes desastres, han sido los norteamericanos el corazón que ha bombeado la sangre de la ayuda y el altruismo, con especial fe en los fondos privados. Verbigracia: solamente la fundación “Make It Right”, del actor Brad Pitt, se encargó de la construcción de 150 hogares para familias que habían perdido todo tras el paso del Huracán Katrina. Y no es el único gran desastre que sacudió Estados Unidos. Conviene recordar el terremoto de Sylmar en 1971 de magnitud 7. O más recientemente, en 2008, el terremoto de Los Ángeles de casi 6 grados, sin registrar ningún mal mayor. Todo ello, cuando los expertos ya avisan que, posiblemente, en un plazo de treinta años, se produzca el esperado Big One, el manotazo final que terminará tragándose la ciudad de Los Ángeles, convirtiendo el Sur de California en un auténtico Averno.
Con todo, capeado el temblor, sería conveniente valorar de qué manera habrían de llevarse a cabo las ayudas. Y es que, como lleva sucediendo durante décadas en África, las mercedes entregadas a los dictadores africanos vienen a caer en saco roto. Así, si nos atenemos a que Haití ocupa el puesto 176 en el informe de Transparencia Internacional elaborado por el Banco Mundial sobre un total de 180 países, no cuesta imaginar la posterior sacudida que le espera al país: una pobreza enquistada. Por ello, bajo la tramoya de una solidaridad más que ficticia de muchos países que se sacuden las moscas con un par de donaciones gubernamentales, debería esconderse una voluntad real de reconstruir la ciudad adoquín a adoquín, completando desde el alcantarillado hasta los más elementales servicios públicos. Todo ello, tal como está haciendo Estados Unidos, con unas garantías de seguridad reales como las que puede dar el ejército solamente, pues el Gobierno de Haití sería el primero en lanzarse a la carótida de las ayudas extranjeras para seguir tirando de la manta de la corrupción. Así, se sustrae una obligación mayor, que sería la de moldear con manos de alfarero un auténtico Estado.
Una vez los muertos sean enterrados y los telediarios dejen de disparar sobre el cristal del televisor todos esos cadáveres marengos por los escombros; una vez que los chorizos dejen de lanzarse a los pillajes como cerdos en torno al dornajo y la normalidad se instale en cada esquina de Puerto Príncipe, será el momento en el que habrá que colocarle las herraduras a unos cascos ya comidos por la corrupción institucionalizada y el latrocinio gubernamental. Y es que, todas hieren, pero la última mata. Y en Puerto Príncipe, el bueno de Enriquillo mata a miles de inocentes sin avisar; pero conviene no olvidar que, esperar que la corrupción no los mate de igual poco a poco, será tanto como pedir cotufas en el Golfo. Esperemos que los organismos privados hagan de comadrona de una criatura que no termina de salir del útero materno, como consiguieron hacer tras el Tsunami de Indonesia. He ahí un espejo donde mirarse la jeta oenegés vacías y demás cantamañanas.