Me senté frente a ese mar de Altea quitándome la chaqueta y aflojándome la corbata. Creo que era lo más bonito que había visto en la vida. No había olas, el agua no desafiaba al cielo como en los mares del norte que siempre había conocido. El mundo transmitía calma, serenidad, sonreía y era lo lógico, porque me había vencido y tiré la carpeta como se tira la toalla. Todo desaparecía a mi alrededor: la gente que paseaba, el ruido, las voces, el gorrilla al que no había pagado y miraba mi coche con odio porque ya estaba lo suficientemente rayado… Me sentí solo, solo ante ese mar y el murmullo de las olas. Era todo un charco de lágrimas brillando bajo el sol. Vi un barco alejándose hacia el horizonte, lejos… No parecía que navegara, sino que daba la impresión de deslizarse con suavidad y deseé estar en ese barco que dejaba todo esto atrás, perderme y no volver, ahogarme en el olvido. Sentí la tormenta en mi interior, el crujido del dolor que había estallado por todo yo, la agonía de la existencia, el duelo por la pérdida de los sueños ya difuntos… La realidad. Mis ojos brillaron mirando ese mar en calma y una lágrima brillante se suicidaba llevándose consigo la poca luz que había en mí, sentí las olas en mi mirada, mi barco de papel al que llamaba vida naufragando en la noche más oscura, la agonía de estar, el agobio de existir, mi orgullo sangrando y mi mente al borde del abismo gritando que todo había sido un error.
Entonces sonó el móvil y volví a ver gente, el ruido tapando el sonido del mar, la gente yendo y viniendo. Era mi madre:
—Siento todas las putadas que te he hecho.
No dije nada.
—Te quiero —continuó.
No sentí nada. Un suspiro salió desgarrándome el pecho y otra lágrima surcó mi mejilla como ese barco que seguía alejándose mientras otro zarpaba hacia mar adentro.
—Vale —respondí.
Hubo un silencio que a mí se me antojaba tormenta y colgué. No tenía ningún mensaje del Ángel, sus ojos azules ya no me miraban, su pelo de tormenta llovía en otros cuerpos y sus alas buscaban otro cielo en el que volar, pero yo no lo sabría hasta la noche. Entonces sólo sentía que eran tan frías sus palabras como su distancia y silencio, que nunca había sido un ángel, que no tuvo alas para abrazarme las veces que había dormido conmigo, que nunca había permanecido el amor tras los orgasmos y que el roce había hecho el desgaste. Aun así, yo no quería perderla, pero ya lo había hecho y una fría conversación nocturna en la que ella era la lógica y yo la sinrazón lo confirmaría horas más tarde.
Hacía semanas que escribir no era más que tachar, borrar y frustrarme. Una excusa para beber esperando que llegara la inspiración, pero únicamente venían el dolor y la tristeza. Escribir eran insomnios en los que acababa todo como había empezado: en blanco. Y cuando no, era sangrar; leerme era matarme. Era una necesidad que me torturaba, que me hundía en una locura que no sabía parar, una evasión que no me llevaba a ningún éxtasis, sino que me hundía cada vez más en mis infiernos. Eso no era escribir, era morirme por dentro sabiendo que me estaba estancando como escritor, que mi talento, si alguna vez lo había tenido, se había desvanecido junto a las ilusiones. Así que sentía que si no valía para escribir, tampoco valía para nada.
La belleza del mar volvió a hipnotizarme, a mecer mi sufrimiento con su suavidad, el sol a acariciarme las mejillas y todo dejó de doler cuando me rendí, cuando decidí que era el momento de dejar de luchar, que nunca estaría en ese barco que me alejaba de todo, que estaba cansado de ir de puerta en puerta intentando hacer que alguien se cambiara de compañía telefónica, que el amor era sólo una mentira y los sueños no eran más que un delirio. Decidí arrodillarme, dejar que todo se rompiera en mi interior porque mantenerme entero era una batalla que llevaba alargándose demasiado tiempo y que no hacía más que debilitarme, que no había salvación para alguien tan perdido como yo, que los demonios hurgaran con sus uñas en mi alma y aceptar que ya no podía ser fuerte, que nada merecía la pena, ni siquiera yo mismo.
Y fui entonces ese mar que contemplaba delante de mí, en calma, que se dejaba marear por la brisa del viento, que no luchaba contra el cielo, que no desafiaba a las rocas y que no intentaba salirse de sus límites intentando llegar a un lugar al que no pertenecía. Me alejé, sin mirar a mis espaldas, tierra adentro, más vacío que nunca. Los barcos seguían alejándose, el agua murmurando, el sol brillando en el horizonte… Todo quedaba atrás. Lo que había sido yo mismo también.
Atrás… Enfrente tengo a un psiquiatra hablándome sobre ansiolíticos, antidepresivos, dosis, abstinencia etílica y haciéndome preguntas:
—¿Qué te hace sufrir? —Dice.
La vida… Y me quiero morir…
Hoy ese puerto con su mar, sus barcos, su sol vuelve a llamarme, quiere volver a reencontrarse conmigo para sonreír de nuevo por otra nueva victoria sobre mí.
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