María era una chica risueña, sensible, curiosa y
conversadora. Vestía de manera desenfada, como corresponde a una
veinteañera; una particular combinación entre hippy y gótica
(andaríamos a principios de los 90). Adoraba a Chrissie Hynde
(cantante de los Pretenders), leía repetidamente a Walt Witman
(“Hojas de hierba”) y le encantaba escuchar a los Waterboys.
Normalmente la gente suele tener un recuerdo inmaculado del
momento en que conoció a según qué persona relevante de su vida.
Me temo que yo no puedo presumir de algo así, y un ejemplo
paradigmático de tan pésima memoria es este caso. Por más vueltas
que le he dado, no logro recordar ese momento (mágico, según las
películas románticas) del primer encuentro, pero supongo que sería
en alguna de aquellas interminables reuniones de estudiantes en la
cafetería.
Mi asignatura favorita, en palabras de mi amigo
Manuel, era “psicología de la peña”, esto es, aquella que
ejercíamos en la cafetería de la facultad charlando con
la gente. Las clases empezaban a las 16.00, y en ellas, el sopor
post-almuerzo combinado con las escasas habilidades pedagógicas de
algunos profesores provocaban que a medida que iban transcurriendo
los minutos yo empezara a sufrir una alteración que me iba
convirtiendo en algo parecido a un zombi narcoléptico, solo que
disfrazado de alumno. No tan espectacular como aquella transformación
en licántropo de “Un hombre lobo americano en Londres”
(espectacular para la época en que se rodó esa película, se
entiende) pero igual de contundente a efectos neuronales. Recuerdo
como un enorme esfuerzo el invertido en impedir que se me cerraran
los ojos. Lo de, encima, aparentar interés por la disertación, era
un nivel solo al alcance de los más avezados, entre los que no me
encontraba yo.
Por tanto, lo primero que hacía antes de llegar a
clase era entrar por la puerta de la cantina y pedir un café
cargado. Acto seguido buscaba una mesa bien situada (estratégicamente
hablando) y esperaba a que pasara quien fuera que quisiera unirse al
coffee break. Igual no aparecía nadie que se montaba una
timba de tahúres. Charlas desenfadadas, incomprensiones
paterno-filiales, confesiones inesperadas, mano a mano de chistes,
agobios estudiantiles, problemas de convivencia con los compañeros
de piso, desencantos sentimentales, etc. No me cabe duda de que este
era su máximo atractivo: Todo podía acontecer en aquella mesa.
Ahora que lo pienso, creo que fue a través de un
chico. Un compañero que colgó los hábitos (siempre me ha hecho
gracia esta expresión) o ni siquiera llegó a lucirlos. No consigo
traer a la memoria su nombre, pero la cuestión es que de una manera
u otra, había abandonado el seminario. Él era amigo de María, y
supongo que un buen día aparecería por la cafetería con ella en el
momento adecuado y se sentarían en la mesa.
Lo que sí recuerdo es que aquella chica me gustaba.
Me hizo tilín. Andábamos por esa edad que podríamos denominar
adolescencia tardía. Esa época en que la risa es fácil y brota
sola de los labios; en que no entiendes que dormir pueda tener
ninguna función fisiológica, salvo la de perder el tiempo; en que
el organismo se reponía de una resaca con una simple ducha fría, y
podíamos permitirnos la inconsciencia de dejar transcurrir el tiempo
de forma indolente. La cosa es que todo te pillaba de nuevas, y el
impacto de aquella chica, hasta aquel momento, también era
desconocido para mí.
Empecé a salir con la pandilla de ella, y
ciertamente me encontré a gusto en él. La mayoría éramos chicos,
no tardamos en hacer buenas migas. Y entre nosotros, ella. Una de sus
mejores cualidades era saber hablar el lenguaje de los hombres. Y no
me malinterpreten, no se trata de que le gustara escupir al suelo, ni
el fútbol (que a nosotros tampoco) ni entrar en esa escalada de
guarrerías verbales que se producen entre machos embrutecidos,
generalmente durante la ingesta de alcohol (que tampoco). Era
sencillamente que sus intereses parecían encajar con los nuestros:
pubs y buena música, algún libro o película recomendable,
planteamientos vitales parejos, ganas de vivir... Cosas así.
De manera que entre clases y exámenes, cañas y
tapas, charlas y risas fueron pasando los meses y aumentando mi
aprecio por ella. Pero simultáneamente también fue creciendo un
malestar difuso, un sentimiento insano: la frustración de no poder
salir juntos, como pareja. ¿Conocen ustedes el sinsabor ese que te
queda cuando llegas a la heladería y no tienen chocolate fondant (tu
favorito) y pides cualquier otro? Sí, este tampoco está mal; pero
te quedas con las ganas. Pues eso.
Durante mucho tiempo estuve enganchado a ella.
Alguno de mis compañeros de piso entendían que me gustara, pero no
que estuviera tan colado. En puridad, el concepto que mejor lo
define, y les pido perdón anticipadamente por la grosería, sería
encoñamiento.
Me dispongo a precisar la definición vulgar (nunca
mejor empleado este término) del concepto, cuando me encuentro (cual
no es mi sorpresa) con que al buscarlo, el diccionario de la R.A.E.
lo recoge. Mi intención en realidad era descartar tal posibilidad,
pero no, la Real Academia lo define como: “Sentir atracción sexual
por una mujer hasta llegar a tener obsesión por ella”, además de
“Encapricharse con algo”. Efectivamente coincide con la idea que,
personalmente, tenía del concepto. Yo incluso que lo completaría
añadiéndole algo así como: ¿saben ustedes lo que es el amor
platónico?, pues exactamente lo contrario.
Quizá fuera el que no terminara de decantarse por
mí (ni por otro, que yo supiera); quizá que todavía pesara como
una losa la sombra de su novio anterior; quizá que la relación
parecía guiarse por el axioma “sí, pero no” (cuyo poder
adictivo supera al de cualquier droga conocida),... Como fuera, el
tiempo iba transcurriendo sin que se modificara ese estatus, de
manera que poco a poco fue tornándose en una relación confusa,
desnortante, truculenta,... pero de la que no podía ni quería
desembarazarme. No digo que la efervescencia de la testosterona fuera
el único motivo que me incitara a acercarme a ella, porque desde
luego que congeniábamos. Pero también les digo queechar la tarde escribiéndole lacónicas cartas románticas
quedaba lejos de mis pretensiones.
Lo mirara como lo mirara, había solo una verdad y
era ineludible: ella no quería encadenarse a nadie. Quería ser
libre, como el viento, como Espartaco, como Willy. Y si les digo la
verdad, esta forma de ser (para que engañarse) encajaba bastante
bien con su actitud vital. Cierto! Pues ahora explíquenle eso sus
testículos, en época de producción intensiva, y a su corazoncito,
que tampoco tenía experiencia en conocer chicas raritas pero con
encanto.
Así que hubo de llegar el momento en que casi prefería no verla.
Pero tomar esta decisión no era nada fácil, porque a mí me era
imposible hacerlo, y a ella no quería perderme como amigo. Hay que
fastidiarse!! Ahí andábamos, encajados en el punto en que no me
merecía la pena mantener su amistad si tenía que soportar la
desilusión. Desgraciadamente no existía un tratamiento como el de
la película “Olvídate de mí” (sí, ya sé que la protagoniza
Jim Carrey, pero no actua como él; deber ser un clon. Aún así, se
la recomiendo encarecidamente) donde el facultativo puede borrar de
tu mente los recuerdos que no desees. No olvida el que quiere, sino
el que puede. Y normalmente, cuanto más necesitas olvidar, menos
puedes.
Y entonces, ¿Qué hace uno?
Pues como alternativas, encontré 3 posibles maneras
de solventar el dilema:
-Resolución según Werther: ¡Pegarse un
tiro!. Sí, demasiado extrema, dramática y descabellada. Pero no se
crean, que en según que momento de la vida adolescente, esta idea
puede pasearse alegremente por tu inmadura cabecita. No obstante, no
me estoy refiriendo a confeccionar un plan detallado de cómo
suicidarte. Más bien era un “ojalá que me parta un rayo ahora
mismo”, o “sería el momento perfecto para que nos invadieran los
extraterrestres de Mars Attack a la vez que se cumple la profecía
maya de la película 2012”.
-Resolución según Jarabe de Palo:
¿Recuerdan aquella canción de los 90? “Agua y sed, serio
problema. Cuando uno tiene sed y el agua no está cerca. Cuando uno
quiere beber pero el agua no está cerca. ¿Qué hacer? Tu lo sabes.
Conservar la distancia. Renunciar a lo natural. Y dejar que el agua
corra”.
Lastima que se editara casi una década después de
este episodio de mi vida, porque me hubiera ayudado a tomar una
decisión.
-Resolución según Florentino Ariza: Que
resumida en tres palabras sería: Insistir, insistir e insistir,
haciendo todo lo que fuera necesario para ganarte a al chica. Ya
saben, tener detalles de todo tipo con ella y buscar momentos
oportunos a lo largo del tiempo para ver, si en uno de ellos, baja la
guardia y accede. Tengo que decirles que, intuitivamente, esta
estrategia me parece más similar a una cacería que a otra cosa.
Algo me decía no era la forma en que yo deseaba estar con ella,
aparte de que, por lo general, no funciona a largo plazo.
Si les digo la verdad, en este tipo de dilemas, no
sé que es más difícil: si decidirse por la alternativa más adecuada
(al menos, la menos mala) o lograr ponerla firmemente en práctica. En mi
caso, el tiempo fue descartando opciones, hasta quedarme con la única
posible.
Un buen día bajé de la facultad con ella. Era
frecuente que la acompañara hasta su casa, con o sin otros
compañeros. Aquel día caminábamos solos. Me comentó que podíamos
estudiar en su cuarto. Andábamos charlando, distendidamente en
apariencia, pero soportando en mi interior una tormenta de
sentimientos encontrados.
Ella sacó las llaves de casa y abrió la puerta de
entrada a su bloque de pisos. Entró y yo me quedé en la puerta. No
puedo decir exactamente qué es lo que estaba pensando en aquel
momento. Solo sé que la vi caminar hacia el interior y que la verja
de hierro fue cerrándose lentamente. Pero no hice nada para
detenerla. Se cerró y me quedé mirándola a través del enrejado.
Ella subía la escalinata de acceso al ascensor cuando se dio cuenta
de que no la seguía. Se volvió y me mostró un gesto de
interrogación. Pensó que la cancela se habría cerrado
inadvertidamente y se acercó al interruptor de la pared para activar
su apertura.
Sonó el desagradable sonido del cierre automático
abriéndose. Alcé mi brazo, tomé el pomo, pero ahí me detuve. No
empujé la puerta. La miré y pude ver en su cara una expresión de
desconcierto. Continué contemplándola, sonreí vagamente y le
indiqué con un movimiento de negación de mi cabeza que no iba a
entrar. Creo que ella empezó entones a darse cuenta de qué
significaba aquel proceder.
Le dije adiós con la mano, me volví, y
me fui.
La escuché salir a la calle y llamarme, pero no me
volví.
En mi cabeza solo bullían ideas antagónicas
enzarzadas, como Áquiles contra Héctor, Churchill contra Stalin, o
los protagonistas de la película “Los Duelistas”. No terminaba
de entender porqué había hecho aquello. Pero lo había hecho. Había
que hacer algo. Quizá debía de haberlo hecho antes. Pero por
motivos que todavía desconozco, aquel día un proceso inconsciente
debió llegar a su punto de no retorno, a su culminación; y decidí
que se había acabado.
Y se acabó.
No volví a verla en mucho tiempo. Solo hablé con
ella por teléfono y le informé de mi decisión. No terminó de
entenderla, creo, pero la respetó.
Solo cuando cae el telón, cuando por fin se pasa
esa fase de enajenación mental transitoria (que no significa
necesariamente corta) que es el enamoramiento, el encoñamiento o lo
que quiera que sea, uno es capaz de valorar a la otra persona de una
forma objetiva y realista, con sus defectos y virtudes. Y es entonces
cuando puede tomar una decisión más cabal sobre la idoneidad o no
de tal relación.
Pero supongo que esto nunca ocurre cuando uno lo
necesita, que es en ese instante, sino que ha de transcurrir tiempo.
Ese que te da la perspectiva sosegada, la visión equilibrada.
En fin, esta fue mi experiencia. Por otro lado, nada
fuera de lo normal, creo. Incluso ¿no les parece a ustedes que más
bien frecuente? ¿No pasaron ustedes sus malos ratos por otra persona
y después esa relación quedó para la posteridad?
Pueden comentar su opinión. Les aseguro que me
interesa.