Hasta para llorar hay que tener conciencia
Dice el diccionario de la Real Academia Española que una tragedia es una «situación o suceso luctuoso y lamentable que afecta a personas o sociedades humanas». Desde su definición, queda claro que estamos rodeados de tragedias y que estas son parte ineludible de la existencia.
Sin embargo, no todas las tragedias las medimos bajo los mismos parámetros. De hecho, hay un factor fundamental para que, desde el yo, determinemos cuáles son las «peores», y esas son las que nos afectan directamente. No importa cuán empática sea una persona, la cercanía es clave. La peor tragedia es la propia.
A pesar de esto, el ser humano siempre ha buscado un ideal, es decir, la superación —al menos teórica— de ese egoísmo primario para tener mejores sociedades. En ese sentido, consideramos ideales las máximas de que no somos islas, de que formamos conjuntos y que lo que afecta a cualquier ser humano, sin importar lo lejano que sea para nosotros, también nos afecta.
Claramente, en un mundo donde abundan tragedias, vivir con la conciencia de que estamos todos conectados nos puede llevar a límites de dolor y angustia intolerables para la supervivencia.
¿Cómo hacemos entonces? ¿Cómo cultivamos la empatía? ¿Cómo reaccionar ante millones de tragedias cotidianas y ante las catástrofes extraordinarias y masivas? Instintivamente, volvemos a lo conocido. Me preocupo y ocupo por aquellas que me son más «cercanas» en tiempo, espacio y/o afectos.
Quizá por ello, por ejemplo, en nuestro país tantas personas reaccionan ante la tragedia española por la depresión aislada en niveles altos (dana), que se ha cobrado más de doscientas vidas en Valencia y sus alrededores. Dicho sea de paso, este evento nos recuerda a una tragedia propia, la de Vargas en 1999. Sin embargo, a pesar de que varios factores lo expliquen, algo queda faltando, y es la conciencia política y de clase. De esa gran cantidad de personas, muchas no han pisado España, ni tienen familia o amigos del lugar, ni vivieron la tragedia de Vargas, pero sí tienen televisores y redes sociales, y desde allí, desde esas realidades que se construyen de manera virtual involucrando a las personas, pronunciarse o solidarizarse por los sucesos de Valencia está bien visto. Está de moda. Está validado por el mainstream.
En esas redes, tomar una postura sobre la sequía extrema que ha afectado en los últimos años a los países del Cuerno de África —y que en 2024 se transformó en inundaciones, causando centenares de muertes y el recrudecimiento de una crisis humanitaria ya complicada—, o sobre los asesinatos cotidianos que comete Israel en los territorios palestinos, en Siria y Líbano, puede resultar en cancelación y baneo por parte de las mismas plataformas. Entonces, solidarizarse por los muertos pobres, los «negritos» africanos, los árabes y todos aquellos señalados desde el poder occidental como «malos», condiciona a las personas sin pensamiento crítico a expresar sentimientos solidarios (falsos o no) solo ante aquellas tragedias socialmente aceptadas como tales.
Todos tenemos derecho a elegir ante cuáles dolores nos rendimos, lo importante es saber por qué lo hacemos y en qué contextos. Quedará en la conciencia de cada uno el nivel de honestidad y compromiso con el que reaccionamos a lo trágico del mundo, y que convirtamos los ideales de humanidad en algo palpable, porque, efectivamente —y parafraseando a John Donne—, no somos islas y cuando doblan las campanas, siempre doblan por nosotros.
Mariel Carrillo García