Exclama la sociedad estadounidense ante la mediocridad de sus dos opciones presidenciales
Los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, el actual mandatario demócrata Joe Biden y el republicano Donald Trump, protagonizaron un debate televisado el pasado 27 de junio. Los debates con este formato de show, en el que periodistas o moderadores reconocidos guían una serie de temas de interés nacional para que los participantes hagan y respondan preguntas y expongan sus ideas y planes respecto a tales temas, sirven de termómetro en las contiendas electorales y constituyen un símbolo de la cultura política del país del norte. A apenas cinco meses de los comicios, este primer debate parece haber encendido las alarmas de la población, cuya conclusión —vía redes, memes, TV y medios de comunicación— fue: «Estamos fritos».
Cualquier hijo de vecino, local o foráneo, con dos dedos de frente, que haya visto el debate podría haber llegado a tal síntesis. El show fue patético. Los dos principales aspirantes a la dirección de la primera potencia de Occidente demostraron incapacidad, fanatismo, confusión, hipocresía, banalidad y dejaron al público preguntándose: ¿esto es en serio? Mientras se esperaba altura y un conocimiento de los temas, aderezado con la picardía y rapidez mental que se exige de este tipo de debates, al final ambos personajes defraudaron incluso a quienes no esperaban nada bueno de ellos.
La inflación, la guerra en Ucrania, el Medio Oriente, el aborto, el derecho a la salud y los impuestos fueron las materias que se preveían como «el lomito» de la noche. Sin embargo, un titubeante y gagá Biden más un Trump fanático, pero controlado y apegado a un guion, se pasaron las horas del evento lanzándose insultos insulsos, ataques personales bajos en agudeza y, aunque parezca increíble, también protagonizaron una larga discusión acerca de las supuestas (in)capacidades de cada uno en el golf. Aburrido, descolorido, confuso y decadente. Un fiel reflejo del estado general de la nación.
A pesar del empate en mediocridad, hay que decir que hubo un ganador. Y ese fue Donald Trump. ¡Donald Trump! El expresidente quedó como una figura segura y firme, a pesar de que la mayoría de sus afirmaciones resultaron ser mentiras (varios sitios de verificación lo comprobaron mediante fact cheking) e incluso llegando a la cita con declaración de culpabilidad en 34 cargos de falsificación, un hito para un expresidente gringo que, por mucho menos, le hubiera costado la carrera política a más de uno. Joe Biden se mostró ido, confundido, incapaz de hilar dos oraciones —no digamos dos ideas—, y fue absolutamente derrotado por su propia debilidad. Cuando debatir con Trump suponía una oportunidad de oro para exponer hechos y consolidar posiciones, el demócrata tiró todo por la borda con sus balbuceos. Al día siguiente, los medios declaraban la victoria del magnate (prácticamente por forfait), en el Partido Demócrata llegó la desesperación y los ciudadanos explotaron en memes y expresiones de realización: «We’re doomed!» («¡Estamos condenados!»).
Por ahora, y a pesar de esto, Biden no parece dispuesto a bajarse de la carrera y su partido no se atreve a hablar de llamar a una convención nacional para suplantarlo. Hay pocos nombres disponibles a la hora de hablar de cambio de candidato: la vicepresidenta Kamala Harris, o los gobernadores de California y Michigan, Gavin Newsom y Gretchen Whitmer, respectivamente, pero ninguno parece sólido. Cunde el pánico. Del lado republicano, por el contrario, parecen seguros y felices con su caballo viejo. Loco, criminal y depravado. Un buen representante. Efectivamente, el pueblo norteamericano, ante esas opciones, parece condenado.
Mariel Carrillo García