Revista Viajes
Del mismo modo que cuando se toma tierra en el aeropuerto de Koh Samui o en el de Zanzíbar, uno sabe que acaba de aterrizar en una pista absolutamente turística cuando lo hace en la de Liberia, al norte de Costa Rica. No puede negarse que se ha llegado a una ciudad, una región y un país de inconfundible atractivo turístico: es el pasaje del avión que despegó a mi lado en Atlanta, cien por cien yankee; lo veo en la turba de empleados de compañías de alquiler de coches con nuestros nombres escritos en papeles arrugados; me lo confirman las cifras que hablan de que el turismo es la principal actividad económica de la provincia de Guanacaste, de la que Liberia es capital. Bienvenidos a la República de Costa Rica, una de las democracias más estables de todo el continente, el país que mejor cuida el medio ambiente en toda América, el lugar donde la prensa goza de mayor libertad de toda el área latinoamericana y, sin duda, el más seguro de su entorno. Aunque el país viva de su industria turística, siguen fieles a un modelo de responsabilidad, ecología y sentido común que, junto a su conocida neutralidad y ausencia de fuerzas armadas, lo convierte en un destino de vacaciones de primer orden
No necesitamos más de dos horas para corroborar que estos datos son, efectivamente, ciertos. La carretera que nos acerca hasta Nosara, al sur de Liberia y en la costa del Pacífico, no es precisamente una autopista de reciente creación, y de hecho el asfalto deja paso a la tierra y ésta al barro, pero uno siempre percibe esas incomodidades como señales de que el desenfreno turístico no ha llegado a Costa Rica, que la masificación de gringos ansiosos de sol y playa en cualquier época del año se intenta disimular. En ese camino aún asfaltado empieza el idilio con su comida, repetitiva sí, pero deliciosa. Los primeros frijoles negros con arroz y el primer fresco(carne o pescado) del viaje nos lo ofrecen en un soda (como se refieren aquí a los restaurantes locales) a pie de carretera. A partir de ahí ya no hay marcha atrás: la ruta improvisada por la Costa Rica del Pacífico se torna cada vez más y más salvaje, más y más selvática, menos y menos turística. Los coches, casi exclusivamente todo terrenos, empiezan a escasear y dejar paso a las pequeñas motocicletas y sobre todo las bicis. El paisaje se hace cada vez más verde, la humedad invade toda percepción y agradecemos en la distancia a nuestro agente de alquiler de coches por recomendarnos un 4x4 cuando, ante nosotros, tres ríos de considerable caudal se cruzan en nuestro camino. Quizá sea la experiencia de cruzar aquellos cinco ríos de Mongolia lo que me hace recordar la clave del desafío: no parar nunca dentro del río.
Y al final del camino, la playa. La playa con vistas al Pacífico, como no las había visto desde que me despidiera de San Diego. La playa infinita de Nosara, de arena impecable y que encuentra su sitio, orgullosa, entre la jungla tropical y el enfurecido océano sobre el que cientos de surfistas parecen haber hallado un reto suficiente como para pasar aquí sus semanas, sus meses y, algunos, sus vidas. La playa kilométrica desde la que los atardeceres deslumbrantes se me aparecen como no lo habían hecho desde Namibia, es decir, con el rey sol ocultándose más allá del agua salada y no tras una montaña, un valle o unas cataratas. La puesta de sol, que evoluciona desde el amarillo al violeta, pasando por un naranja deslumbrante, juega con el reflejo del océano y las siluetas de los surfistas, con el eco de los monos que se esconden en la jungla y la bruma sobre el pequeño faro rojo del cabo para ofrecer un espectáculo digno de Malaui, de Ciudad del Cabo o de Zanzíbar. Queda poca luz, pero la suficiente para reconocer la palmera en la playa que marca el inicio del camino abierto entre la selva que nos acerca al hotel. En esa senda, los resplandecientes cangrejos rojos, tan llamativos que han sido bautizados como cangrejos halloween, timoratos, se ocultan tan rápido como nos escuchan acercarnos y su huída suena a pisar paja, a romper hojas secas, a serpientes que reptan en la arena.
El resto del tiempo es un lento contemplar de los motivos que hacen que Costa Rica haya adoptado el Pura Vida como slogan de todo un país. Una frase con la que dar los buenos días, con la que dar las gracias, con la que despedirse y con la que identificar tanto la vida de los locales como el objetivo que persiguen sus turistas. Una expresión para brindar con el potente ron local o para certificar las excelencias de una gastronomía que no necesita importar ningún alimento, pues su piña, su aguacate, su marisco o su maduro (plátano frito) es, de hecho, sinónimo de placeres vitales. Es aquí donde uno aún puede cruzarse con los clásicos autobuses escolares amarillos de Estados Unidos, que pasan aquí sus últimos años de servicio. Donde los mejores lugares para comer son casas de particulares que comparten salón con el cliente y donde el menú es un plato único consistente en el fresco del día. Como en casa de Doña Ana, donde esta madre de ocho hijos nos cuenta con resignación que la temporada turística no está siendo buena y que, de hecho, somos los únicos clientes del día. Su hijo, el pequeño de ocho hermanos, aprovecha que estos turistas hablan español (una rareza en la zona) para acompañarnos durante toda la comida y mostrarnos sus conocimientos sobre el fútbol patrio, sus primeras palabras aprendidas en inglés y torcer el gesto con cierta nostalgia cuando le preguntamos si ve mucho a sus otros siete hermanos. La sonrisa le vuelve al rostro cuando le acercamos en coche hasta el pueblo donde tendrá lugar el entrenamiento de su equipo de fútbol. Una televisión, unas zapatillas de deporte, una cocina de gas butano y una nevera. Mucho más de lo que podría soñar la mayoría de las familias que habría de conocer meses antes, en otro continente, si es que fuera posible hacer alguna comparación.
Dejamos atrás Costa Rica, esta pequeña parte visitada de este país centroamericano, a bordo de un coche particular cuyo conductor se gana la vida como taxista. El chófer, un hombre entrado en años, extremadamente educado pero de mirada triste, termina confesando antes de llegar a la frontera norte con Nicaragua el porqué del precio especial que hemos pactado por el trayecto: va a visitar en presidio a su hijo mayor, encarcelado por haberle encontrado unos cuentos kilos de cocaína en el camión que conducía. Con los dólares que nos pide paga la gasolina para el trayecto y le sobra un poco para mantener a sus nietos, de quien se ha tenido que hacer cargo. Sin alejarse de la jungla ni un instante, rodeado de un paisaje natural exuberante, manteniendo los estándares de limpieza y con constantes puntos de reciclaje incluso en este lugar alejado de las rutas turísticas, Costa Rica, el hogar de los ticos, queda atrás, como un paraíso para vitalistas adictos a la pura vida.