Hoy saqué las cajas con los adornos de Navidad y quise pensar en otra cosa: luces que se enredan aunque las hayas guardado con cuidado, bombillitos que se queman con mirarlos, figuritas de medidas inverosímiles, etc.
Lo primero ha sido bajar al purgatorio que todos tenemos en nuestras casas (llámese garaje, trastero, cuarto de los corotos, etc.). Ese lugar donde reposan las cosas que usamos poco o nunca pero que no siempre tenemos el coraje de sacar de nuestras vidas. Otro día debería escribir sobre las limpiezas profundas. Sé que me repito –será mi amor por Dante– pero esas operaciones con como un “Juicio Final” donde jugamos a ser el Dios que decide lo que sube a los cielos, lo que se va al infierno y lo que se queda penando entre cajas perfectamente identificadas pidiendo clemencia. El caso es que cuando uno visita el purgatorio doméstico siente el deber de poner orden (otra vez).
Pones un disco decembrino para entrar en ambiente e intentas espantar la nostalgia. Pacientemente y con alegría seleccionas eso que está identificado como “Navidad”. Cajas de formas raras, etiquetas de “frágil” pegadas por todos lados, puntas de pino que se asoman por los ranuras… En fin, todo depende un poco del cuidado con el que se han embalado. Es allí cuando surgen los problemas: ¿a quién le gusta recoger las cosas de Navidad? Lo de agrupar bolas, adornos varios, enrollar cintas, embalar muñecos y desarmar árboles es una de las tareas más tediosas del mundo. Tanto, que una que yo conozco bien se hace la tonta hasta febrero y con la excusa del día de una virgen en la que no cree, casi deja el arbolito hasta San Valentín. De modo que si cuentas con la bondad y paciencia de una de las personas con quien compartes el techo, te escudas en tu buen gusto e impones la ley de hierro que dice: yo la monto pero tú la recoges. La respuesta a esa frase es siempre un apresurado sí, pues claro, se mete todo lo que cabe en según qué cajas y adiós señores, hasta el próximo diciembre.
Superado el trauma de abrir las cajas de nuevo, toca el siguiente paso: decidir de qué color poner el árbol. Verde no porque verde ya es, rojo no porque lo tiene todo el mundo, plateado tampoco porque así era el del año pasado. De pronto azul para darle uso a esa bolas de allí. Fucsia no, desentona con el resto de la decoración… Y así hasta que se toma la decisión sintiendo que habrá que recurrir a algo extra porque visto de lejos el arbolito parece desnudo. Muñecos del año de la pera que se cuelgan casi en honor a la resistencia a perderse entre tantas mudanzas, figuras que no recordamos de dónde salieron, pero son bonitas y se lo han ganado. Piezas horrorosas que sólo sirven como relleno en la parte no visible cuando le des la vuelta si lo ha adornado otro. No hace falta comprar todos los años un traje nuevo para el árbol, pero tampoco seguir exprimiendo las pelotas de 1977 que ya no se sabe ni de qué color eran cuando cruzaron el umbral de la puerta. Si no hay niños en casa es mucho más sencillo (o no) dependiendo de la importancia que se le dé al trasto. Es decir, no vendrá el apocalipsis por tener a Batman colgando de alguna rama.
Según el método de cada uno, podría parecer que he saltado un paso: las luces. Esos artefactos endemoniados que con toda la calma del mundo pasan el año enredándose para divertirse cada diciembre viéndonos la cara de desesperación. Da igual si se guardan en su empaque tal y como vinieron, se enredan y siempre tienen una luz antipática que deja la mitad de la extensión inoperativa. De manera que toca convertirse en inspector de CSI para localizar a la saboteadora, reponerla si es necesario y, dependiendo de la calidad o precauciones, pillar un corrientazo de los que nos hace pensar en cosas muy lejanas a la paz y el amor. Otra cosa, ¿a quién se le ocurrió esa forma de tortura expresada en agudos villancicos que acompañan a las luces? ¿Estamos seguros de que no es ese el motivo de estrés de esos días? No todo va a ser culpa de los bombillos de repuesto que siempre salen perdiendo bajo las pantuflas de quien los busca, ni del instinto suicida que tienen las bolas de cristal más bonitas o difíciles de encontrar. En resumen, las luces de Navidad son capaces de sacar de sus casillas a un monje budista.
Al tener el árbol armado muchos se ven obligados a activar un mecanismo anti desastre capaz de resistir los ataques de cariño y curiosidad de criaturas en pañales, gatos y/o la pérdida de equilibrio de algún invitado en pleno rito de exaltación de la amistad. Un trabajo perdido porque ninguno funciona, caerse es un riesgo intrínseco de los árboles de Navidad. Los más experimentados hacen grandes esfuerzos por mantenerse en pie, algunos hasta tienen un punto donde detener la caída, pues saben que si quieren seguir luciendo sus galas todos los años, deben llevar la fiesta en paz con niños y mascotas.
Como en este caso el arbolito no basta, hay que abrir las cajas del pesebre. Cuando se limita a una representación pequeña no hay inconvenientes, pero esas ciudades en “miniatura” que se reproducen con más o menos creatividad deberían ser objeto de estudio. Uno de los elementos más destacables del pesebre está relacionado con las proporciones. A veces las ovejas son tan pequeñas que parece que el niño Jesús se las podría comer de un bocado (por eso se ponen lejos), otras el buey parece un cachorro del burro. Es más, no son pocos los lugares donde los padres del niño son tan grandes que entre las casitas asemejan a Godzilla atacando Tokio. Un despropósito que analizado fríamente hace pensar que en lugar del nacimiento, se asiste al linchamiento de un bebé. En muchos países de Latinoamérica no se coloca el niño hasta la doce de Nochebuena porque se supone que hasta entonces no ha nacido. Si ese es el caso, ¿cómo es que los Reyes Magos ya están instalados a pocos metros de la improvisada cuna? Se supone que aún les faltan casi dos semanas para llegar… El eterno dilema entre la lógica y la fantasía.
Decorar la casa en Navidad es divertido, permite hacer higiene mental. Es una forma de mostrarnos como somos (discretos, atrevidos, descuidados, perfeccionistas, tradicionales o vanguardistas). Sin embargo, cada vez que los cables se enredan, los adornos se caen y las luces se queman mientras las pruebas, deja de sonar descabellado el método de una amiga que envuelve su arbolito en un plástico gigante y lo manda al purgatorio de su casa junto con todas esas cosas que usa una vez al año. A lo mejor en febrero me animo a imitarla, mientras, voy a servirme otra copa de vino antes que las luces vuelvan a cobrar vida y se enreden con las pelotas jubiladas.
@yedzenia