Incluso en estos tiempos en que parecen correr vientos de cambio en muchas ciudades, en otras se antoja perdida para siempre la batalla para la destrucción del privilegio exorbitante de las personas que abusan de los vehículos motorizados en la ciudad.
La comunicación basada en los apabullantes datos científicos sobre la verdad material de la emergencia sanitaria, ecológica y civilizadora a la que nos aboca la forma de producir y consumir de la que el abuso del automóvil en la ciudad es ejemplo palmario, no son ni una débil vela que caliente la movilización ciudadana para liberar la urbe de la tiranía egoísta e irresponsable ejercida por tantos ciudadanos motorizados.
Los vívidos relatos de columnistas y viajeros sobre otras ciudades en las que los propietarios de coches, motos y demás, han cedido sus recalcitrantes privilegios para que sus convecinos recuperen sus derechos cercenados a la salud y al espacio público, no fungen como evidencia suficiente de su factibilidad práctica.
Toda la astucia gramsciana de los activistas y de los nuevos ángeles de la movilidad sostenible no son suficientes para la creación de un imaginario apetecible de ciudad limpia, verde y saludable que reemplace al irrenunciable paradigma actual de coches atascados, aparcados por doquier, estacionados sobre las aceras, pitando, bramando, expulsando tufaradas a mayor gloria de la ciudad neoliberal.
Se han intentado mil jugarretas semánticas para vencer los sesgos del lenguaje de la movilidad. Hasta la creación de palabros como “cochistas/cochismo”, intentando formar un sustantivo, con el sufijo -ismo, que designe la actitud o tendencia al abuso del uso del coche. Un gran éxito en las redes sociales (las armas siempre cargadas de bilis para disparar a un “los otros” identificable), pero nadie en su sano juicio se ha empezado a llamar cochista a si mismo o a sus seres queridos y a considerar alguna terapia para “curarse” de su mal social. Otro flaubertiano caldero roto para conmover a las estrellas, que no hace ni bailar a los osos.
Una sinécdoque peligrosa
Pero el lugar común del discurso regulador del privilegio absoluto es “el coche/los coches”. El coche ocupa espacio, el coche contamina, los coches sufren (pocas veces provocan) accidentes, etc. La máquina abyecta que engendra todos los males. Sin mención a sus propietarios y sus modos de uso. Fosilizada la falsaria sinécdoque en el lenguaje común, la cosa se carga de valores positivos y negativos y las personas que los usan no son responsables sino de manejarlos dentro de unas normas y requisitos legales. Bueno, más o menos. Pero sin pasarse. Total, por un minuto, total por 20 kilómetros por hora más o total por 50 centímetros más cerca… total, no es para tanto.
Este discurso cosificador pone el puente de plata a la contrapartida “humanitaria” de los que repiten el mantra de los derechos de la gente que necesita el coche. Y así tenemos conformados los dos ejércitos y listos para la contienda. A un lado, gozando de la ventaja estratégica de estar en la parte alta del campo de batalla, los “despiertitos” que odian a los vehículos motorizados. Y enfrente los defensores de los privilegios de las personas que pueden y quieren usar el coche cuando y cuanto se les antoje, superiores en número y seguros en su campo cenagoso en el que esperan ver atascarse y fenecer a sus contrincantes.
La batalla cultural se desarrolla sin que el frente se desplace un metro en decenios. Algo estamos haciendo mal cuando las evidencias científicas y técnicas son tan abrumadoras que deberían hacernos caer de bruces al suelo e implorar perdón por cada humeante kilómetro irracional recorrido en nuestras vidas. ¿Pero qué? Quizás otros grandes cambios sociales nos podrían dar una pista de cómo proceder. Vamos a examinar, sucintamente, la no tan lejana lucha contra otro -ismo: el tabaquismo.
El vicio repugnante
Desde los años 80 del siglo XX la sociedad española venía sufriendo una mutación salubrista que estaba logrando un cambio en los hábitos de salud de la población. La práctica de ejercicio físico cotidiano, deportivo, se iba imponiendo a mediada que se desarrollaban los equipamientos deportivos en las ciudades. El correr (antes jogging y hoy running) se ha hecho cotidiano en la ciudad postindustrial e individualista. Otros cambios en la alimentación y demás se iban abriendo paso en la mentalidad hispana que se despertaba de la anestesia franquista. Pero, sin duda, el mayor éxito en salud pública en los últimos años es la victoria total contra la exposición al humo de segunda mano (también llamado corriente secundaria) de los fumadores1.
Se partía (recordad) de una situación en la que un elevado porcentaje de la población fumaba y lo hacía habitualmente en lugares de trabajo, comercio, ocio, restauración y todo tipo de espacios públicos cerrados (algunos hoy tan inimaginables como hospitales, centros de salud, aulas de los colegios, piscinas, taxis y autobuses, …). La mortalidad atribuible al tabaco era elevadísima tanto entre fumadores como no fumadores por la exagerada exposición al humo ambiental del tabaco. Dos datos: a principios del siglo XXI cada año fallecían 60.000 personas por fumar (se contabilizaron un millón de muertos en el periodo 1985-2015). Y en 2003, la revista neumológica nacional Archivos de Bronquioneumología lanzaba como estimación más conservadora de fallecimientos por tabaquismo pasivo en España la cifra de 2.500-3.000 personas al año (considerando solamente muertes por cardiopatía isquémica, cáncer de pulmón y mortalidad infantil).
Los cambios en la fiscalidad del tabaco y su publicidad, abonaban el campo para el gran instrumento del cambio cultural perseguido: los espacios sin humo. Un cambio en la narrativa pasó de contar cómo el tabaco (cosa) mata a las personas a gritar a los cuatro vientos que los fumadores (personas) matan gente con la corriente secundaria de sus cigarrillos. Se reforzó una estrategia que venía a decir “si tú no te quieres cuidar, nosotros tenemos que proteger a las personas vulnerables de tus comportamientos egoístas, irresponsables e insostenibles”.
La más feroz resistencia se desarrollo, como no, en los locales de ocio y restauración. Cañas, cigarrillos y libertad. Pero quién me va a decir a mí lo que tengo que fumar mientras bebo. Lo cierto era que las personas trabajadoras estaban viendo flagelada su salud y reducida su calidad y esperanza de vida por culpa de la gente que libremente acudía y fumaba sin control en el interior de aquellos centros de trabajo en los que se desarrollaban jornadas insalubres de 8 a 14 horas (así eran y son las explotadoras condiciones de nuestra hostelería diurna y nocturna). Sus clientes literalmente los estaban matando. Y así se articuló el nuevo discurso que reforzaba las medidas de imposición de espacios sin humo.
Se puede mentar aquí su efecto perverso en forma de colonización descontrolada de la vía pública con terrazas, colillas y ceniceros pero la alienación del espacio urbano para usos privativos lo dejamos para otra diatriba. Sin embargo, al otro lado de la calle sucedían cosas insospechadas: el fumador tenía que abandonar el nido de la conversación cómplice, la compañía de la tierna pareja o el calor de las amadas criaturas para deslizarse subrepticiamente en el frío o el calor exterior y fumar, como un apestado, lejos de su tribu. Y todo el imaginario de largas caladas expiradas con inenarrable placer se esfumó cuando los fumadores “en ejercicio” fueron literalmente borrados de las mesas de comer, las barras de los bares y las pistas de baile, pero también de las salas de espera de los paritorios o los cubículos de trabajo. Ya casi nadie veía a la gente fumar (sólo otros fumadores). Y así se fueron alejando de nuestras retinas aquellas imágenes que alimentaban la normalización cultural del uso y abuso del tabaco-cosa, el efecto imitación que empujaba a otros al consumo de la cosa nociva y, por encima de todo, el privilegio de unas personas que ahumaban a otras, a riesgo de sus vidas y contra su voluntad en la mayoría de sus casos.
Este es el cambio necesario: pasar del rechazo al coche a la denuncia del usuario abusivo. Los espacios sin humo y el giro copernicano en el discurso que abandonaba la lucha contra el tabaco-cosa para recentrarse en el fumador-persona como sujeto, logró la desnormalización del fumar que hoy observamos y un cambio cataclísmico en su percepción social. ¿No sería este el camino para reducir los usos irracionales del automóvil?
El cambio necesario: del rechazo al coche a la denuncia del usuario abusivo
Empecemos por multiplicar las Zonas de Bajas Emisiones (que son como una zona libre de humos) que actualmente son como “reservas indias” de excepcionalidad hasta convertirlas en la norma. Y radicalicemos las exigencias para circular por ellas. Con el debido reforzamiento de la disciplina y con aparcamientos disuasorios (palo y zanahoria), completamos la medida.
El inicio del discurso deslegitimador del privilegio exorbitante de los que abusan del coche en la ciudad pasa por el señalamiento del comportamiento y no la sinécdoque que exime de responsabilidad al conductor. En todas las locuciones sobre los perjuicios y externalidades, el sujeto“el coche/los coches” sería desterrado en favor de “el/la/las/los conductores”. Por poner un par de ejemplos simples traduzcamos las expresiones del sexto párrafo a “la nueva lengua”: deberíamos leer en los diarios que “Los conductores de coches ocupan el espacio urbano”, “el conductor de la motocicleta contaminó …”, “la conductora del coche provocó (sufrió, quizás) el accidente”, etc. Ahora la máquina abyecta ya no es la fuente del mal sino la persona que hace un mal uso de ella. ¿Qué el nuevo lenguaje no es neutro y culpabiliza también a las personas usuarias racionales y de buena fe? Cierto es, pero la “corrección política” no nos puede guiar aquí. La carga de la prueba del uso ecosocialmente aceptable debe estar en las personas usuarias.
Eliminada la embaucadora sinécdoque del discurso de la movilidad, se iría introduciendo en el lenguaje común de forma que quede meridianamente claro que las muertes y heridos por incidentes de tráfico y atropellos los provocan personas al volante. O que la contaminación por emisiones de los tubos de escape, el desgaste de frenos y neumáticos es el resultado de una decisión (bien informada) de la persona que maneja la moto. O que la puesta en recirculación de todos los contaminantes posados en el suelo que envenenan a los niños y las niñas con sus defensas inmaduras, son responsabilidad de la madre que lleva a sus hijos en el coche al colegio y no andando. Por ejemplo. Las personas que desarrollan los comportamientos ecosocialmente aceptables rápidamente empezarían a ver el abuso del automóvil como un “hábito asqueroso” y sus perpetradores sentirían cierta sanción social generalizada como las personas fumadoras lo sentimos en su día.
En la misma línea y en la medida en que la población se está haciendo consciente de que la escasez mundial de petroleo es acuciante y que su sustitución total y para todos los usos es una falacia tecnolátrica, hay que diseñar mensajes que muestren que las personas que abusan de su privilegio exorbitante de conducir sin límite ni medida, están quemando las reservas de combustibles fósiles (que son de toda la humanidad y que van a ser necesarias para el mantenimiento de nuestras propias condiciones de existencia durante décadas e incluso siglos) con sus irresponsables hábitos.
Progresivamente, el cuestionamiento evolucionara hacia una discusión ciudadana sobre cómo la velocidad injusta destruye cualquier intento de avanzar hacia la equidad. Y la “victoria final” de la salud y el bienestar urbano sería que las personas cuando tuvieran que usar un coche para aquellos desplazamientos que fueran racionales y justificables, se sintieran mal, juzgados, como si estuvieran recayendo en la fatídica adicción o el vicio nefando. Y así los desplazamientos individuales motorizados serían el mínimo imprescindible. Este es el camino.
1 – Muy recomendable el libro ‘Licencia para matar. Una historia del tabaco en España’ (Ed.Península) donde el periodista Carlos Escolà describe la lucha española contra el tabaquismo, la reacción de los lobbies del negocio de la nicotina en España y el exitoso «cambio cultural» logrado tras el proceso legislativo que se desarrolló entre 1996 y 2011, espoleado por el movimiento generado en torno Comité Nacional de Prevención del Tabaquismo y bajo los gobiernos de José Luis Rodríguez-Zapatero. https://www.iberlibro.com/9788499425177/Licencia-matar-historia-tabaco-Espa%C3%B1a-8499425178/plp
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