Hace unas semanas veía en televisión que entrevistaban a un extraño personaje. Se autodefinía como el representante en España y Europa de la República Popular Democrática de Corea y vestía un traje estilo Mao. Se trata del español Alejandro Cao de Benós, que un fervor digno de la mejor causa, defendía el régimen norcoreano como el más avanzado socialmente del mundo y denunciaba las mentiras de la prensa occidental al respecto. Cualquier persona con un mínimo sentido común sólo tiene que observar las muestras de dolor forzadas y desmesuradas que se daban en la población ante la muerte del líder Kim Jong Il para comprender la manipulación constante a la que se somete a la entera población del país. Pero para comprender este fenómeno en toda su dimensión, lo mejor es leer este maravilloso cómic de Guy Delisle.
Delisle fue destinado a Pyongyang, la capital de Corea del Norte por un par de meses para controlar el trabajo de los animadores (la industria del dibujo animado también se deslocaliza) locales. Se encontró con un país que parecía vivir en otra realidad: las calles estaban llenas de gente que parecía tener mucha prisa. No se veía a nadie paseando o desocupado. El hotel donde le llevaron estaba prácticamente vacío, salvo media planta ocupada por occidentales destinados a aquel país. La imagen del protagonista almorzando en un inmenso restaurante vacío es una de las mejores metáforas de un país que tiene miedo del extranjero, al que sin embargo trata de seducir de una manera ingenua e inocente.
Como si del Gran Hermano orwelliano se tratase (de hecho, Delisle llevaba ese libro en su equipaje), todo el país está vigilado por retratos del gran líder y adornado por sus pensamientos, la única ideología política permitida. A los norcoreanos se les educa desde pequeños en la obediencia y en el servicio absoluto al Estado. Todos reciben un estricto entrenamiento militar, como si la guerra con los odiados Estados Unidos fuera inminente. Además, los norcoreanos carecen de tiempo libre. Toda su jornada está regida por constantes obligaciones, por lo que su manipulación mental es continúa. Nadie protesta, nadie pronuncia la más mínima inconveniencia en contra del régimen. ¿Creen realmente en su sistema político o realizan una enorme farsa colectiva por miedo? Esta es una de las grandes preguntas que se hace Delisle, pero es muy difícil responderla.
La ciudad de Pyongyang no carece de atractivos para el visitante, aunque éstos tengan un carácter más siniestro que turístico. Proliferan los grandes monumentos dedicados a glosar la doctrina del juche (autosuficiencia), es decir, la verdad de las verdades, cuya filosofía se hace creer a los ciudadanos que se estudia en las mejores universidades del mundo. De hecho, en las noches la única iluminación de las calles es la de estos monumentos, dando a la ciudad un aire fantasmagórico. Un ejemplo de los grandes logros del régimen es un edificio gigantesco que domina la urbe, un rascacielos de 105 pisos, sin terminar, concebido para ser el mayor hotel de Asia. Tan enorme estructura, con su carcasa deteriorándose resulta todo un símbolo para un país al que la construcción de esta especie de socialismo estalinista ha llevado a la ruina y a la hambruna.
Todo esto y mucho más es lo que cuenta este cómic, la experiencia personal de su autor en el país más absurdo del mundo. Sus dibujos son engañosamente sencillos, porque una mirada atenta les descubre muchísimos matices y realmente hacen vivir al lector las mismas sensaciones que experimentó él en el paraíso del socialismo, un paraíso que tiene un enorme museo dedicado a los regalos recibidos por su dirigente por parte de líderes de todo el mundo. Quizá se construyó para convencer a la población de que ellos no están aislados del resto del planeta, sino que es el resto del planeta el que camina ciego por no seguir los consejos del juche.