Comparto con mi buen amigo Patrick dos aficiones: la física y los tebeos. Bueno, no estrictamente, porque este marsellés aficionado a la buena gastronomía gusta de la bédé, pero no entiende mi pasión por la acumulación compulsiva de papel. De hecho, como buen físico, lo primero que me preguntó cuando le dije la cantidad de tebeos que tenía en casa es “¿Sabes cuál es el límite de carga del suelo de tu piso?” (pregunta que, todo sea dicho, me afané en intentar responder, con un resultado que todavía me deja preocupado, pero ésa es otra historia…). El caso, y por eso traigo a mi amigo Patrick por aquí, es que hace unos meses comentábamos Quai d’Orsay, de Blain y Lanzac y le decía que la elección de Villepin como blanco de críticas debía ser cuestión de evitar problemas, aprovechando que estaba fuera del ruedo político. Pero nada más lejos de la realidad según mi colega: era una opción muy lógica, me aseguró. Primero, porque el susodicho parecía haber superado el escándalo Clearstream y se rumorea que está dispuesto a ser el sucesor de Sarkozy. Segundo, porque desde DeGaulle, los políticos franceses se habían emperrado continuamente en la tarea de crear algún tipo de “ismo” que les sobreviviera como legado, en una carrera inacabada que hasta el momento ha tenido como mejor postor precisamente al peculiar y carismático Domenique de Villepin. Y es precisamente este segundo aspecto el que creo que centra fundamentalmente el trabajo de Blain y Lanzac. Los autores toman la figura del ex-primer ministro y aprovechan su etapa previa en el Ministerio de Asuntos Exteriores (Quai d’Orsay es su sede en la capital gala) para realizar un estricto retrato, casi costumbrista se podría decir, del día a día de la política real, de la rutina cotidiana, si se puede considerar de ese modo un trabajo tan peculiar. Una intención realista que Blain trata con su habitual estilo proporcionándole unos acertados y oportunos toques de humor que permitirán extraer el verdadero mensaje y crítica de la obra. Pese a que la obra es presentada y vendida como una sátira, creo que el trabajo de Blain y Lanzac se haya muy lejos de modelos como la estupendísima y recordada Yes, minister o los flojos ejemplos de sátira política que venían de las galas últimamente (como las flojas obras sobre Sarkozy que se han dado, por ejemplo), de hecho da un paso más allá y su crítica es mucho más sutil. No es una simple crítica de la figura de Villepin a través de este imaginario Alexandre Taillard de Vorms, sino una reflexión terrorífica sobre los mecanismos del poder y de la política. Uno podía esperar de la lectura la imagen del caos absoluto que marca la realidad del ministerio, el juego de vacuidades y ambiciones continuo, la incompetencia del político que siempre salva el cuello por la callada y oscura labor de los técnicos que se hayan por debajo o del funcionario de turno que se dedica a arreglar las chapuzas y entuertos que el jefe va formando (una realidad que se supone que conoce Abel Lanzac, pseudónimo que esconde, según se dice, a un antiguo colaborador del ministro). Pero lo que me ha parecido mucho más interesante es cómo reflejan los autores el peligroso efecto del carisma, ese magnetismo sin explicación que atrae irremediablemente desconectando todo mecanismo de sentido común previo. Arthur, el protagonista, un joven que entra a trabajar para escribir discursos al ministro sufrirá en propias carnes esa sutil atracción, ese hechizo que va calando y calando, acercando poco a poco al lado oscuro dejando los argumentos sólidos y razonables en nebulosas y olvidadas ideas. Blain y Lanzac nos presentan esa lenta y espeluznante conversión con todo lujo de detalles, usando el contraste entre el tono realista de la trama con el acertado dibujo paródico de Blain, que usa su trazo para hacer una descripción única de eso que se llama “carisma” (las manos siempre en movimiento, la figura de apariencia gigantesca, titánica, el dinamismo electrizante y casi contagioso…). Juego de luces donde todos los ingredientes están a la vista: el discurso vacuo, la pose intelectual (la absurda y recurrente cita a Heráclito), el narcisismo tan exagerado como inane… Pero, pese a todo, son capaces de formar un mejunje tan delicioso a la vista y el gusto como ponzoñoso en sus consecuencias. Y eso que los autores dejan un pequeño resquicio al sentido común en la figura de la novia del protagonista, en un recurso tan tópico y manido como efectivo a la hora de definir claramente los objetivos de los autores y lanzar un guiño al lector.
La verdad es que en estos tiempos de descreimiento de la política, de decepción ante las instituciones que teóricamente nos representan, Quai d’Orsay echa leña al fuego con eficacia, pero recordando lo fácil que es caer en ese canto de sirenas del carisma, del palabrerío sin fundamento, banal y repetitivo, que tan del gusto es de los que nos gobiernan. Y recuerda, también, a esos que están justo por debajo, aguantando el barco para que no se hunda pese a que los de arriba intentan torpedearlo continuamente.
Tan divertido como inquietante.