La incendiaria idea se le atribuye a Lenin, quien en realidad, por una vez, fue mucho más comedido al revelar sus planes. En todo caso, el significado profundo de sus palabras quedó recogido en una inscripción en un cuartel general del ejército bolchevique: "nuestra misión es prender fuego a Oriente". Tratábase, naturalmente, de un fuego metafórico, el de la revolución de los trabajadores y, en este caso, para ser más precisos, la revolución de los pueblos oprimidos contra el imperialismo.
A aquella guerra de estrategia, espionaje, rumores y tinta falsa que el Imperio Ruso y el Británico llevaban librando desde hacía décadas en Asia Central, y que tan bien nos contó el gran Peter Hopkirk en El gran juego, no se le había llegado a poner fin. Con este libro, bastante menos extenso pero igual de fascinante, el historiador británico nos ofrece lo que podría considerarse la segunda parte de aquella historia. Seguimos, pues, con un imperio del zar que sigue empeñado, hasta su definitivo desmoronamiento, en amenazar, de manera directa o indirecta, la frontera del Imperio Británico en la India. En los primeros momentos después de la revolución, parecía que las cosas iban a cambiar, por lo menos de manera temporal. El 2 de marzo de 1919, Lenin, Trotski, Zinoviev y hasta 52 líderes revolucionarios crearon, entre los muros del Kremlin, la Internacional Comunista, que pasaría a ser más conocida como la Commintern. Su objetivo declarado era acabar con todos los gobiernos existentes y sustituirlos por un soviet mundial. Este proceso revolucionario debía comenzar en Alemania, a la sazón derrotada, arruinada y desmoralizada, y luego extenderse como un reguero de pólvora por toda Europa. Parecía, pues, que la cuestión asiática quedaba aparcada.
Delegados del II Congreso de la Comintern. Ahí están Lenin, Karl Radek, Gorki, Bujarin, Zinoviev y, en el centro mismo, M. N. Roy
El proyecto fracasó, a pesar de algún éxito efímero, como el de Hungría, pero entre los dirigentes europeos la sensación predominante no fue tanto de victoria a secas, sino de victoria por los pelos. El propio Lloyd George, el Primer Ministro británico, admitió en un comunicado privado a sus colegas en la Conferencia de Paz de París en 1919:
Existe el peligro de que arrojemos a las masas de población de toda Europa a los brazos de extremistas cuya única idea para la regeneración de la humanidad es la destrucción total del tejido social. Estos hombres han triunfado en Rusia...
En todo caso, la revolución mundial no se materializó, y Lenin se vio obligado a reconsiderar su estrategia. Allí, al ladito, seguía el felino agazapado de Asia, foco constante de tensión, en concreto la India, colonia británica donde Engels, ya en 1882, había augurado una revolución. Lenin siempre había creído que la liberación de los pueblos asiáticos y africanos vendría después de la de Europa. Su razonamiento ahora era que, si las potencias europeas perdían sus colonias, sus economías se verían tan afectadas que la ansiada revolución sería inevitable. "Oriente -declaró- nos ayudará a conquistar occidente". Aquí empieza nuestra historia.
El barón Ungern von Sternberg, reencarnación de Gengis Khan
El gran Peter Hopkirk nos la cuenta con tanta pasión y maestría como en El gran juego, y, una vez más, consigue convertir un complejísimo relato sobre geopolítica en una inolvidable aventura de espías, agentes secretos, científicos que pasaban por ahí y chiflados mesiánicos. Por ello, servidor va a intentar emular al autor y, en lugar de centrarme en los acontecimientos y la cronología, presentaros un par o tres de los grandes protagonistas de esta historia.
Uno de los más fascinantes, misteriosos y terroríficos es, sin duda, el barón Ungern von Sternberg, de quien, por cierto, ya hablé aquí. Nuestro héroe, nacido en Austria, descendía de una familia de rancio linaje aristocrático y militar estonio que se remontaba, según él, hasta el rey Atila. De hecho, Ungern-Sternberg, interesado desde su juventud en las ciencias ocultas y la filosofía y religiones de oriente, se creía la reencarnación de Genghis Kan. En 1908, al frente de un regimiento de cosacos, fue destinado a Mongolia, donde habían estallado las hostilidades entre Mongolia y China. Forjó unos lazos inquebrantables con la cultura y la tierra mongola, se convirtió a budismo lamaísta y dejó que su interés en el ocultismo deviniera una obsesión. Al mismo tiempo, seguía con su gloriosa carrera militar, en la que su fiereza y coraje le hacían temible. Regresó de la Gran Guerra con el torso encorvado por el peso de las medallas y, como feroz antibolchevique que era, con gusto continuó soltando mandobles a diestro y siniestro en la Guerra Civil que siguió a la revolución. Dicen algunos que un sablazo que recibió en la cabeza en esa feroz guerra acabó de volverlo tarumba; otros sostienen que su locura era congénita, mientras unos terceros responden que su sadismo y brutalidad eran de hecho la norma en la guerra entre rojos y blancos.
El Ejército Rojo y los basmachi, guerreros musulmanes, en la mesa de negociaciones
Hopkirk se centra en el plan que urdió nuestro barón para reconquistar Mongolia, entonces bajo dominio chino, y que pasaba por expulsar de Urga (hoy, Ulan Bator) a los invasores. Se agenció para ello la ayuda de los japoneses, que eran enemigos acérrimos de los bolcheviques y que en Siberia habían apoyado la causa blanca durante la Guerra Civil. El objetivo final de Ungern-Sternberg era, pues, recuperar Mongolia para los mongoles, restaurar al Bogd Khan, el Buda Viviente, en el trono, y proclamar la Gran Mongolia. Una vez conseguido eso, al frente de un ejército cada día mayor, cruzaría Rusia en dirección a Moscú, liberando al pueblo del yugo bolchevique. El spoiler no lo pongo yo, sino la historia: Ungern-Sternberg no consigue su propósito, pero en el camino deja un horripilante reguero de sangre, crucifixiones y bolcheviques asados.
El Barón Sangriento, visto por Hugo Pratt en Corto Maltés en Siberia
Un año antes de que el Barón Sangriento, como se le conocía, pusiera en marcha su gran proyecto de reconquista, en 1920 tenía lugar el II Congreso de la Internacional Comunista, en el que se abordó de manera directa, entre otros, la forma de propagar la revolución en Asia. Entre los delegados asiáticos se encontraba un joven y espigado revolucionario indio llamado Manabendra Nath Roy, nombre falso con el que pasó a la historia. Roy, que sentía un odio visceral por Gran Bretaña, había empezado a desarrollar una prometedora carrera como terrorista, hasta que, perseguido por las autoridades, se vio obligado a huir del país y, tras pasar por Japón, China y los Estados Unidos, acabó recalando en México, donde, junto con el agente de la Comintern Mikhail Borodin, fundó el primer partido comunista fuera de Rusia.
En abril de 1920, Roy asistió al congreso de la Comintern invitado personalemente por Lenin, quien, al verlo, se sorprendió por su juventud, pues esperaba un sabio y barbudo hombre de oriente. No sería ésa la única sorpresa que se llevó el padre de la revolución, pues al poco de haber comenzado el congreso, Roy tuvo la osadía de cuestionar el análisis de Lenin sobre el problema colonial. El camaraderil duelo se resolvió sometiendo la cuestión a voto. Ganaron las tesis de Lenin, pero el prestigio de aquel audaz jovenzuelo subió como la espuma.
Manabendra Nath Roy
Zinoviev se apuntó con entusiasmo a avivar el fuego que debía prender en Asia, y no se le ocurrió otra cosa mejor que llamar a los pueblos musulmanes a la yihad contra los opresores imperialistas, léase los británicos. Ese llamamiento, huelga decirlo, era cuando menos imprudente, y los propios musulmanes no tardarían en ver cómo la dictadura del proletariado cobraba un aspecto de lo más colonialista. Antes de ello, sin embargo, la mecha fue prendiendo. El despiece del Imperio Otomano por parte de los aliados encendió aún más los ánimos de los musulmanes, entre los que además empezaban a correr rumores de que los británicos tenían la intención de abolir el Califato. La tensión que se mascaba en Delhi se acentuó todavía más cuando Gandhi decidió apoyar a los musulmanes por medio de una campaña masiva de no-cooperación.
La masacre de Amritsar (de la película Gandhi). Leña para el fuego asiático
Dicha campaña llevó a Moscú la esperanza de que por fin la revolución había llegado a la India. Roy, sin embargo, no se fiaba ni un pelo de su compatriota el Mahatma, a quien, lejos de revolucionario, consideraba un absoluto reaccionario. Cuando en 1921, en la India, una turba furiosa prendió fuego a una comisaría y mató a veintidós oficiales británicos, Gran Bretaña se encontró al borde del precipicio. ¡La ocasión la pintan calva!, cuentan que exclamaron al unísono todos los soviets al tiempo que se frotaban las manos. Pero aquel acto de violencia fue rechazado de manera inequívoca por Gandhi, que decidió poner fin a su campaña y dio así un respiro a unas autoridades británicas a las que no les llegaba la camisa al cuello. Moscú se enfureció ante la irrepetible oportunidad perdida, y Roy contribuyó al mal rollo con un "ya os lo había dicho" y un artículo en el que apuntaba a que, de haber existido un partido indio revolucionario, otro gallo hubiera cantado.
Una de las primeras promociones de la Universidad Comunista del Este
Los soviéticos, por su parte, se habían estado preparando para tal eventualidad. Y qué mejor manera de hacerlo que creando la Universidad Comunista del Este, donde los alumnos estudiaban asignaturas sobre la organización y propaganda del partido, o teoría y tácticas de la revolución del proletariado. En sus escasos veinte años de existencia, la Universidad licenció a alumnos tan excelsos como el propio Roy, Deng Xiaoping o Ho Chi Min. La misión de las primeras promociones era infiltrarse, crear células revolucionarias y establecer contacto con los movimientos nacionalistas. Y probablemente ése fue el error de Roy: los grupos nacionalistas indios odiaban a los bolcheviques más aún que a los británicos y, por lo tanto, no querían que nadie los relacionara con el comunismo. Su propia guerra, la de la independencia, ya la ganarían ellos solos. La historia les dio la razón y se la quitó a Roy, que perdió el prestigio y suerte tuvo de escapar con vida. Poniéndonos metafóricos, podría decir que el fuego de la revolución quemó sus últimas cartas.
La insurrección de Cantón. La revolución que Stalin instigó en China le salió por la culata
El coronel Frederick Marshman Bailey es uno de esos personajes cuyas aventuras, de haber sido fruto de la ficción, el personal habría tachado de inverosímiles. Os contaré simplemente una de ellas y ya me diréis. Sucedió cuando Bailey se encontraba en Tashkent, intentando averiguar las intenciones del nuevo gobierno bolchevique, sobre todo en lo que concernía a sus planes para Afganistán y la India. Descubrió que había llegado a Tashkent un grupo de revolucionarios indios que se dedicaba a diseminar propaganda antibritánica y se proponía, con apoyo bolchevique, ganarse el favor de Amanullah, el nuevo rey de Afganistán. Amanullah había sucedido a su padre Habibullah, quien, además de aguantar la presión del Imperio Otomano y mantenerse neutral durante la Gran Guerra, había mostrado su firme rechazo a la revolución rusa y a cualquier tipo de contacto con los bolcheviques. Habibullah murió asesinado, no se sabe por quién, durante una cacería y el maleable Amanullah accedió al trono.
Amanullah Khan
Amanullah tenía prisa por hacer cosas y, apenas había alcanzado el poder, no se le ocurrió otra cosa mejor que invadir el Punjab, con lo que dio comienzo la llamada Tercera Guerra Anglo-Afgana. Los ingleses respondieron ipso-facto y, con el uso de la aviación, armada de bombas y ametralladoras, tuvieron suficiente con unas pocas semanas para destrozar al ejército afgano. Parece ser que Amanullah había fundado demasiadas esperanzas tanto en la población india, que, según sus cálculos, se iba a alzar en armas contra los británicos, como en los bolcheviques, de quien esperaba recibir apoyo moral y material. No ocurrió ni lo uno ni lo otro, pero Amanullah supo arreglárselas lo bastante bien como para llegar a un acuerdo satisfactorio con los británicos y seguir flirteando con los bolcheviques.
Frederick Marshman Bailey, agente de los servicios de inteligencia británicos
Desde Tashkent, tanto Bailey como el gobierno bolchevique observaban con atención los movimientos y tejemanejes de Amanullah con británicos y con Moscú. Todos eran conscientes de que un Afganistán encamado con los bolcheviques sería una amenaza letal para la India británica, pero Bailey también sabía que, en aquel momento, hubiera sido muy sencillo para el ejército británico expulsar a los bolcheviques de Tashkent y de toda Asia Central. Qué giro hubiera tomado la historia, nunca lo sabremos, En todo caso, Bailey, desencantado ante la inacción de su gobierno y temiendo por su vida, decidió huir de Tashkent.
Enver Pasha, en los tiempos en que le dijo a Lenin: yo te consigo la India y tú me ayudas a recuperar Turquía.
Para un ciudadano británico perseguido por la Cheka, huir de una ciudad controlada por los bolcheviques e intentar entrar en Bujara, regida por un emir feroz antobolchevique que, como todos los emires, consideraba que todo extranjero era un espía, era una misión suicida. Así que nuestro héroe, ni corto ni perezoso, tras adoptar diferentes identidas, entre ellas la de prisionero de guerra austriaco, se infiltró nada menos que en la Cheka, es decir, entre sus propios perseguidores, con la misión de capturar a un peligroso espía británico, léase, él mismo. Y el relato que hace Hopkirk de este episodio es tan magistral que me niego a daros más detalles. ¿Cómo será el relato que el propio Bailey hizo en su libro Misión en Tashkent?
El comisario Borodin con Chiang Kai Shek
Bailey, Roy o el Barón Sangriento son sólo tres de los muchísimos personajes fascinantes, cuando no increíbles, que nos encontramos en estas páginas. Si tuviera más tiempo y ganas de escribir, os hablaría un poquito de Paul Nazarov, un geólogo ruso que se convirtió en el líder de una operación para acabar con el poder de los bolcheviques en Asia Central, que acabó escapando a través de las montañas, donde fue emparedado vivo en una cabaña, y que nos contó sus aventuras en este libro. Podría hablaros de Georges Agabekov, agente de la Cheka y desertor por amor, de quien Hopkirk apenas se ocupa, pero cuya vida daría para toda una novela. O de Mijaíl Borodin, agente de la Comintern que intentó exportar la revolución proletaria a China. O del Comisario Osipov, oficial del ejército rojo que decidió echar a los bolcheviques de Tashkent matándolos uno a uno para hacerse él solito con el poder. O qué decir de Chiang Kai Shek, cuya historia y la del Kuomintang Hopkirk nos relata de manera tan clara que servidor por fin la entiende. Y no podemos olvidarnos de Enver Pasha, cuyas aventuras, no por más conocidas dejan de ser igual de fascinantes que todas las demás. En fin, de todos ellos y unos cuantos más se ocupa este maravilloso libro. ¿He dicho alguna vez que me parece imperdonable que sólo haya un libro de Hopkirk traducido al español?
"Hopkirk no fue un historiador de sillón" (del obituario de The Times)