Para salir de la crisis tenemos que pensar que el otro no existe, el otro es una construcción mental que favorece el despilfarro, sólo importa lo que yo necesito. Sólo importa lo que yo puedo pagar. Estamos empezando a comprender la entelequia hacia la que aspira el partido popular: que cada perro se lama su pija.
El razonamiento es muy sencillo y no puede llevar a error: no podemos pagar a otros lo que nosotros no vamos a usar. Las autopistas que las paguen quienes las usan; por extensión, los hospitales, los colegios, las guarderías, que las paguen quienes las usan… y por fin, los jubilados, que se paguen sus jubilaciones. El mundo es una jungla y sobrevivirá aquel que desprecie con menos escrúpulos al otro. Hay que eliminar al otro. El otro es caro.
Se me ocurren medidas expeditivas para acabar con la deuda, por ejemplo, desaparición de los ayuntamientos, por ejemplo, desaparición de la protección social, por ejemplo, abolición de la enseñanza gratuita, por ejemplo, eliminación del sistema de salud pública, por ejemplo, eliminación del Estado. Hemos llegado al quid de la cuestión: el Estado es caro. Muy caro.
Tengo pendiente escribir una reseña del contrato social, de Rousseau, entre tanto, animo a Esperanza Aguirre y a sus millones de votantes para que se lo vayan leyendo. Es un libro pequeño, sexy, revelador, un libro fundacional. Ya estamos vacunados contra la hipocresía del anarquismo, el anarquismo es la quimera que nunca habitaremos, el Estado es la posibilidad. Una posibilidad cara. Tenemos que elegir entre soñar y ver la tele. Tenemos que elegir entre pelear o correr. A leer todos a Rousseau.
Alguien que tiene asegurado su coto privado, con cuentas en Suiza, puede prescindir del Estado, pero no del dinero; alguien que no tiene ni coto ni Suiza ni dinero puede prescindir de todo, incluso de su propia vida, pero si le damos a elegir tomará siempre el camino del amparo, es decir, el camino del Estado.
Primero nos han hecho creer que lo público es gratuito y que lo gratuito es de mala calidad. Ahora resulta que es caro.
El principio de los Estados modernos es sencillo: dar parte de lo nuestro para que otro obtenga algún beneficio; es un principio de solidaridad, entendiendo al otro como al conjunto de la sociedad en la que yo estoy incluido. No importa si uso o no una autopista, no importa si voy al médico una vez al año o todos los días, no importa si mis hijos estudian en Oxford y no importa si mi padre se pudo pagar una pensión privada durante treinta jodidos años. Lo único que importa es saber que con mi IRPF contribuyo a que otros (yo incluido) puedan afrontar con un mínimo de garantías este camino transitorio y obtuso: la vida.
No lo quiero pensar, pero a veces me da por ahí: no quieren el bien común, quieren mantener la jerarquía, quieren hacer de lo público un espacio privado bajo la coartada del buen funcionamiento, quieren equilibrar la balanza de resultados hacia sus cuentas. Parece un cuento infantil, parecen el hombre del saco. Tienen millones de votantes que no piensan como yo, millones de personas que creen que hacen lo correcto. Quizá yo esté equivocado y, bajo las medidas que tratan de ajustar la economía, se esconda agazapada la meta del bien común. Cuesta creerlo. Cuesta pensar que al lamer mi propia pija le procure algún placer a mi prójimo.