Los tiempos están cambiando, de modo que, en buena medida y en muchos aspectos, se están deshilachando los lazos que nos unían con nuestro pasado, con formas de ser asentadas a lo largo de muchos siglos y, en el caso de la Navidad, de milenios, bastantes más de los dos que, en principio, parecen constituir su historia. Los cambios, a menudo, son buenos, qué duda cabe, pero como afirma un dicho de origen medieval, al ir en pos de la novedad que nos permita dejar atrás el pasado que decae, corremos el peligro de desechar, junto al agua sucia de lavar al niño, al mismo niño lavado.
Para saber qué es lo que puede estar desnaturalizándose en estos cambios que va sufriendo la Navidad, trataré de fijar el sentido último que, a mi modo de ver, caracteriza esta fiesta: yo creo que lo que fundamentalmente se celebra en ella es el hecho de tener un lugar al que regresar, de, frente a la sensación de extravío que en tantos sentidos nos producen las vicisitudes de la vida, disponer de otra sensación complementaria y reparadora, la de que hay algo que permanece y que nos resulta básico y necesario para mantener nuestra identidad. En suma, y por decirlo de una forma quizás, incluso, demasiado publicitada: todos volvemos a casa por Navidad. Intentaré ir mostrando por qué considero esta característica la más definitoria de estas fiestas.
Pese a que los cambios, el hecho mismo de cambiar, tienen hoy muy buena prensa y, por ejemplo, ningún partido político que se precie, dejaría de incluir la palabra “cambio” en el frontispicio de su programa electoral, los hombres siempre hemos visto con prevención el hecho de que las cosas cambien demasiado. La misma filosofía la inventaron los griegos hace veintiséis siglos, precisamente, para intentar descubrir algo en las cosas que permaneciera más allá de su inconsistente apariencia, según la cual todo muta, se mueve hacia otro lugar, y acaba desapareciendo. Los hombres empezamos a filosofar para descubrir aquello que las cosas y las personas somos “por naturaleza”, para confirmar que tenemos un ser, algo con lo que sentirnos identificados, más allá de todo lo que en nosotros y en el mundo va cambiando.
Los filósofos griegos, al menos hasta Aristóteles, estaban seguros de que eso que esencialmente somos, nuestra naturaleza, residía en lo que fuimos en el origen: “natural” es lo que se es en el momento del nacimiento (“nacimiento”, con minúscula, de momento). Y empezar a vivir, sin embargo, es también empezar a alejarnos de aquella naturaleza de la cual partimos. Por ello decía Ortega: “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”. Vivir nos obliga a centrifugarnos, a adentrarnos en el trasiego de lo que hoy es así y mañana asá, a sumergirnos en la vorágine de las novedades, de lo que nunca acabamos de acotar suficientemente dentro de las claves de lo que ya conocemos. Heráclito decía que nunca lograremos bañarnos dos veces en el mismo río, porque lo definitivo en el río, como en la vida misma, es el fluir sin descanso, ser constantemente otra cosa diferente de lo que éramos. Y ese flujo incesante resulta agotador. Por eso se hace imprescindible contar con una zona de seguridad, un ámbito de permanencias, un lugar al que regresar después de todos nuestros trasiegos. Y puesto que hablamos de esta necesidad de tener un lugar al que regresar, podemos ir constatando que no me estoy alejando demasiado del tema de la Navidad que nos ocupa.
No hablo de algo que nos caracterice a los hombres de manera solo anecdótica. Antes de que se inventara la filosofía, los hombres llevaban milenios, tantos como los que han transcurrido desde Atapuerca, añorando ese lugar al que regresar, anhelando la reparadora vuelta a los orígenes. Los hombres primitivos mantenían constante una cosmovisión, una manera de entender las cosas según la cual, todo va decayendo desde lo que fue en su momento de pureza original. Dice precisamente Mircea Eliade, quizás el más importante historiador de las religiones que haya habido, que “para (los) pueblos primitivos la existencia del hombre en el cosmos se considera como una caída” (la Caída Original de nuestros primeros padres, para el cristianismo). Para aquellos hombres primitivos vivir es, como decía Ortega, adentrarse en el caos, sumergirse en lo que fluye y cambia constantemente, en suma, y para empezar, extraviarse. Y en última instancia, decaer hacia la muerte. Y por eso, periódicamente, realizan ceremonias a través de las cuales, simbólicamente, vuelven a nacer, resucitan, recuperan la pureza original. Esas ceremonias, en principio, se superponen al ciclo anual: el hombre primitivo considera que, a partir de sus ritos de regeneración anual, todas las impurezas, pecados y, en general, todas las negativas consecuencias de haber vivido extraviado en el caos, quedan depuradas, regeneradas, perdonadas, de modo que empieza a vivir una vida nueva. Y eso coincide, precisamente, con la celebración del Año Nuevo. Es decir, que aquello de “Año nuevo, vida nueva”, viene de una tradición más que antigua.
En principio, pues, nuestros íntimos biorritmos, los que llevan desde la sensación de decadencia hasta la de renacimiento y regeneración se superponen a los ritmos de la propia naturaleza: el año va declinando hasta que, al llegar al solsticio de invierno, que cae exactamente en el 21 de diciembre, la naturaleza parece morir: es el momento del año en el que el día es más corto. A partir de ese momento, la naturaleza, sin embargo, empieza a nacer de nuevo.Cuenta asimismo Eliade cómo en la antigua Persia, y como parte de las ceremonias de bienvenida al Año Nuevo, “el rey proclamaba: ‘He aquí un nuevo día de un nuevo mes de un nuevo año; hay que renovar lo que el tiempo ha gastado”. Y así año tras año, lo cual nos permite entender a María Zambrano cuando dice que “no más partir, volvemos”. Volvemos… siempre que tengamos, que no lo hayamos olvidado, un lugar al que regresar.
Bien, pues no creo que haya que añadir muchos argumentos intermedios para llegar a comprender que la fiesta cristiana de la Navidad, aunque renovadora en muchos sentidos, viene a superponerse a estas celebraciones que han acompañado al hombre desde siempre. La Navidad significa una regeneración de aquella caída que supone adentrarse en el mundo, la Caída Original, representada por el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, el mismo Árbol de Navidad cargado de remedos de las manzanas del pecado que aquel otro del Paraíso portaba, y que acompaña a los Belenes de nuestros escenarios domésticos navideños. Porque el Nacimiento del Niño-Dios viene a regenerarnos de aquella Caída de nuestros primeros padres, la misma que supone adentrarse en el caos y en el extravío mundanos.
Decía María Zambrano que “el movimiento propio del vivir personal, único que puede llegar a sernos relativamente diáfano, es el de avanzar a ciegas primero y haber de retroceder después en busca del punto de partida”. Pues bien: se están diluyendo esos puntos de partida. He aquí un dato: solo un tercio de los norteamericanos muere en el mismo lugar en el que nació (y como se puede deducir, todos los occidentales vamos detrás). Lo cual se traduce en la pérdida de lo que el sociólogo norteamericano Robert D. Putnam denomina “capital social”. De lo cual pone un ejemplo muy significativo, a la vez que, igual que estas reflexiones por las que estoy derivando, un tanto melancólico:de un destino laboral a otro, y de una relación de pareja a otra, los ciudadanos de aquel país han ido perdiendo sus contactos sociales, se han ido deshaciendo las muchas agrupaciones que otrora tenían gran implantación, han acabado por no tener un lugar al que sentir que pertenecen. Han perdido, en fin, su sitio en la vida, el “topos” que Aristóteles pensaba que cada cual tenemos asignado. Un patético síntoma de esta situación es el hecho, cada vez más común en aquellos lares, de que muchos de estos norteamericanos, para pasar sus ratos de ocio de fin de semana, van a una bolera, alquilan una calle de la misma para jugar ellos solos… y allí, de esa triste y taciturna manera pasan la tarde jugando a los bolos. “Solo en la bolera” se titula, precisamente, ese que es el libro más conocido de Putnam.
La movilidad social característica de nuestro tiempo parece ser, hasta cierto punto, inevitable. Pero creo que seguimos confundiendo al niño con el agua del baño, y tendiendo a deshacernos indiscriminadamente de los dos. Aquella necesidad de alcanzar una identidad, de mantener la referencia de lo que permanece a pesar de todo lo que cambia, de regenerarse periódicamente recordando lo que somos por naturaleza, de tener, en suma, un lugar al que regresar, es la misma necesidad que antaño empujaba a los hombres a sus ceremonias de regreso y renacimiento del cosmos y es la misma que hoy nos lleva a celebrar cada año el Nacimiento del Niño-Dios. Decía también María Zambrano: “Parece ser condición de la vida humana el tener que renacer, el haber de morir y resucitar sin salir de este mundo”. Cambiar sí, progresar, por supuesto, pero también renacer, regresar a los orígenes, que, en mi opinión, como ya he dicho, es lo que más profundamente caracteriza a la Navidad: volver a ser lo que sustancialmente éramos más allá de los cambios y que, sumergidos en el caos de la vida, sin lugares y momentos a los que regresar, corremos el peligro de olvidar.
(Texto utilizado, en lo sustancial, en la presentación del libro “Breve Historia de la Navidad”, de Francisco José Gómez, Ed. Nowtilus, 2013).