Revista Educación

Que comience el espectáculo

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Te levantas y algo ha cambiado. El ascensor baja más lento, quizá, pero sin chirridos ni balanceos estúpidos. En la calle el cielo tiene la misma pinta, blanco plomizo en tu pueblo, una gama del rosa radiactivo al azul petróleo en tu ciudad. Pero el aire se podría masticar. Te resbala en las mejillas, se te enreda pesado en la barba. Más que respirar, sorbes. Aun así te llena los pulmones igual que siempre, con reticencias.

En la guagua, en el metro, la gente es otra, han renovado las fichas. Aunque te miran igual: lo justo para mostrar ganas de café. Y es allí, tras el cristal, en una u otra parada, mientras no atiendes, que descubres qué carajo está pasando, a qué se debe toda esta densidad. Te ha mirado. Conoces esa cara mejor que a tus corvas. Has hecho rutina el estudio de sus expresiones, la disección escrupulosa de todos y cada uno de sus gestos. Esos que nunca te han tenido en cuenta. Tanto y tan bien conoces su mirada esquiva que no has sabido reaccionar cuando ha decidido enfrentarte.

Mierda, piensas. ¿Y ahora qué? Te habías acostumbrado a la vigilancia anónima, al escrutinio constante y unidireccional. Ahora sabe que existes y te requiere atención. No estás preparado para eso. Y al mismo tiempo no puedes evitar ilusionarte. La ilusión, esa mala puta que se empeña en no dejar a la gente vivir tranquila. ¿Y si esta vez sí? ¿Y si esta es la buena? Enseguida te bulle algo dentro, algo que aparta a codazos el desconcierto: escabulléndose de la ilusión llega el miedo de siempre, el malo conocido. Miedo a no poder cumplir las expectativas, a que todo acabe antes de empezar de verdad, a que muera en la orilla, con la miel en los labios (a no saber explicarte sin frases hechas). El recuerdo de la última vez. Lo caro que te salió aquel voto de confianza, aquel salto al vacío.

Y entre batallas internas varias, aludes de hormonas y sinapsis golpeándote a ritmo de pachanga sigues tu camino. Abrumado por la responsabilidad, la oportunidad, el terror incluso, te convences de que esta vez no, que mucho te ha costado mantenerte al margen, en un platónico y cómodo segundo plano, que más te costaría una próxima vez. Se ha acabado, pronuncias en voz baja, en un suspiro que pelea por penetrar en ese aire que ya es gelatina.

Suspiro que te tienes que tragar en la siguiente parada. Porque ahí está otra vez ella. La cara que te mira, que te interpela, que te llama por tu nombre, te mira muy dentro y te dice ¿En serio crees que podrás evitarme para siempre? Y toda la lucha se desmorona en segundos. Sales del vagón y te plantas ante ella. De cerca es aún más grande. Le dices: Vale, tú ganas. Que comience el espectáculo.

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Fuerte cabeza pa’un caldo pescao (www.lavanguardia.com)


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