Los profesionales de la salud no debemos hacer distinciones en la asistencia a nuestros pacientes por razones de creencias, ideología, raza, sexo, posición social o cualquier otra condición de las que nos distinguen a los seres humanos. Pero tan humanos como el resto, es evidente que nos agrada más tratar a gente amable, a quién no. Esto es legítimo, la cuestión es tenerlo presente para que no nos afecte en la atención clínica. Quiero decir, el paciente nos puede caer bien o no, pero en su atención no tienen que intervenir nuestras opiniones o nuestra ideología. Así debemos trabajar, con conciencia y de la manera más imparcial posible. Y esto funciona tanto para los buenos como para los malos pacientes, no se nos vayan a desbordar las emociones y perdamos la objetividad.
Con todo esto, en algunas ocasiones, y como en cualquier relación humana, surge el afecto, especialmente cuando se atiende a un paciente a lo largo del tiempo y se llegan a conocer detalles de su vida personal que lo hacen más cercano. Cuando esto me ocurre, trato de disfrutarlo en toda su amplitud, con los años ya no temo perder la objetividad por implicarme en delicadas situaciones vitales. Estas vivencias me enriquecen de una forma especial.
Hace pocos días ha fallecido una señora de mi cupo, tenía casi noventa años, aunque una mentalidad de muchos menos. Es cierto que la mente no envejece, que lo que envejece es el cuerpo –incluido el cerebro–, lo he comprobado infinitas veces. Y se murió hace pocos días, a pesar de que todo su cuerpo biológico estaba empeñado en morirse desde hace meses, porque su mente no quería, así de sencillo, no se murió antes porque no quería hacerlo. Al final no le quedó más que rendirse a los mandatos de su viejo cuerpo y se fue: me voy porque ya estoy cansada. Después de despedirse de todos los amores de su vida, que es de mala educación marcharse sin despedirse.
Con su mentalidad juvenil, trataba de imponerse a su cuerpo para que le respondiera como había hecho toda la vida. Pero su cuerpo cansado solo podía acompañarla a duras penas hasta el café irrenunciable en la plaza por lo menos los fines de semana. Su adorable hija –porque esta mujer solo podía tener una familia adorable– la complacía incluso en contra de su propio criterio:
–Mamá, hoy no vamos a salir, que hace frío. –Tan cansada la veía.
–¡Ah, que no me vas a sacar aunque sea una vez a la semana! –Y la sacaba.
El oxígeno portátil intentaba sin mucho éxito aportarle el que su corazón y sus pulmones claudicantes se negaban a proporcionarle, por lo menos hasta el café que compartía con sus amigas de siempre, algunas mayores que ella, asustadas al verla tan mal, asustadas por su propia mortalidad.
–Doctora, mi madre está peor, hace días que no ha podido hablar por teléfono con sus amigas de lo cansada que está.
–Doctora, estoy preocupada, ahora sí que mi madre está mal, ayer domingo no quiso salir. –Estuve de acuerdo con ella.
Una señora siempre agradecida de los cuidados que le dispensábamos en todos los ámbitos asistenciales por los que transitó en los últimos meses –que pactamos fueran los mínimos imprescindibles.
–¿Cómo le ha ido en el hospital?
–Muy bien, todos me trataron muy bien, a mí siempre me tratan bien, la verdad.
–Algo habrá hecho usted para que eso sea así –y sonreía.
Así es, algo habremos hecho para que nos traten como nos tratan, en general, y cuando seamos ancianos podremos valorar nuestro recorrido vital en función de este trato, que es de ida y vuelta. No digo que sea una ley universal, pero es bastante general. Siempre seremos responsables de lo que nos merecemos, algo habremos hecho para merecerlo. Repito, en general.
Y recuerden, envejecer no nos hace amables si no lo somos de antes, la vejez nos hace ser lo mismo de siempre pero más, así que esforcémonos porque ese más sea también mejor. De paso seamos amables desde ahora.
Descanse en paz, amorosa señora.