Se ha desatado cierta polémica por la decisión de unos padres en querer llamar a su hijo `Lobo´, lo que, en principio, no fue aceptado en el Registro judicial, aunque finalmente, tras la presentación de un recurso ante la Dirección Generalde Registro y del Notariado, se permitiera inscribirlo. Afirman esos padres que la lucha por imponer ese nombre al hijo que acababa de nacer fue una auténtica “pesadilla”, por lo que confían que ello sirva de precedente para que no vuelva a ocurrir. Ya consta el nombre de Lobo en el Libro de Familia y sólo resta aguardar unas décadas para saber si quien va a llamarse así el resto de su vida estará contento con esta decisión de sus papás. De toda esta historia, y de otros casos similares, lo que llama la atención no es la singularidad del nombre, sino esa libertad de los progenitores para imponer cualquier nombre a sus hijos sin pensar si estos en el futuro estarán conformes con el mismo. En toda esta polémica, nadie ha defendido al niño, que ha sido tratado como un objeto que es susceptible de ser nominado como apetezca a sus padres, ni se ha estimado el derecho de poder modificarlo, si así lo desea, cuando cumpla la mayoría de edad, cosa harto improbable por el peso de la costumbre y para evitar disgustos a quienes escogieron su nombre.
Hay que tener en cuenta que, en esto de poner nombre a los vástagos, muchos padres se dejan llevar por la moda, la actualidad de personajes famosos o por hechos especialmente destacados que trasladan al nombre de sus hijos. Cada época genera nombres propios curiosos que, décadas más tarde, nadie recuerda su procedencia pero marcan la identidad de quien los lleva en el DNI. Son los Heidi, Shakyra, Desiré, Vanesa, Kevincostner o Supermán, entre otros. También existen nombres que simplemente obedecen a tradiciones familiares que han de heredar los sucesores, como Dolores, Petronila, Salustiano, Silverio, Rafaela, Gumersindo, Sinforosa, etc. Entre los nombres propios que, como Lobo, son al mismo tiempo nombre común de animal, están Paloma, León, Delfín, Alondra, Águila y hasta Rana. Incluso, en un alarde de supuesta originalidad, hay personas cuyos padres las han condenado a responder cada vez que escuchen nombres tales como Canuto, Arquímedes, Afrodisia, Sindética, Prepedigna, Austridiniano y otros de impronunciable y cuestionable “sonoridad”.
Si a ello añadimos la aleatoria adición de un apellido que puede aumentar la excentricidad o la comicidad de un nombre, podemos concluir que los padres perpetran en muchas ocasiones un verdadero atentado a la hora de nombrar a sus hijos. En cualquier caso, lo que hace atractivo o feo un nombre no es el sustantivo en sí, sino la persona a la que identificamos con él. Nombres hermosos nos parecen repudiables porque nos recuerdan a personas desagradables. Y, por el contrario, nombres “raros” nos parecen afortunados porque pertenecen a seres que consideramos agradables y buenas. Quiere decirse que, más allá de la palabra que escojamos para poner nombre a un hijo, lo importante es la crianza y la educación que le proporcionemos, pensando siempre en su bienestar y futuro. Si, encima, procuramos evitarles que su nombre sea un factor de disgustos y extrañeza en el contexto cultural en que nos desenvolvemos, mejor aún: menos problemas y obstáculos hallará en su vida. Por ello, de toda esta historia, me quedo con las ganas de saber qué dirá Lobo dentro de veinte años.