Naturalmente, una pequeña porción de la población caraqueña negará a rabiar la verdad perfectamente verificable de que en los vagones del Metro londinense (su equivalente, eso que llaman el Underground) puede leerse una inscripción que advierte a los usuarios sobre la eventualidad de algunos trabajos para mejorar el servicio que pueden afectar sus respectivas jornadas, particularmente durante los fines de semana, por lo que recomiendan hacer el esfuerzo de informarse oportunamente.
No pude evitar reírme cuando leí el aviso. Me imaginé al antichavista promedio sufriendo un traspiés por obra y gracia de alguno de estos trabajos, modificando su agenda intempestivamente, rehaciendo su ruta, padeciendo los rigores de su desencuentro con las paradas obligadas, añorando saber llegar hasta Piccadilly Circus o King’s Cross St. Pancras (la obligada peregrinación a la estación de tren que conduce a Hogwarts, la escuela de Potter y compañía) por una vía distinta de la habitual, y nunca, pero nunca, nunca jamás puteando al fulano Underground como sin embargo lo hace puntualmente, con puntualidad inglesa, cada vez que el Metro de Caracas lo deja varado.
Desde entonces, aunque sólo por momentos, le meto cabeza al asunto intentando comprender, y mientras tanto me conformo con la hipótesis de que un comportamiento tal está un paso adelante de esa falla de origen de las elites latinoamericanas que es el discurso autodenigratorio. Es imposible que éste lo explique todo. Tiene que haber más.
Es cierto que es muy básico, predecible, patético hasta la vergüenza ajena: es verdad que para el antichavista promedio es inconcebible comparar el Metro con el Underground, de la misma forma que Londres sólo puede compararse con la capital de algún país civilizado. Pero, ¿qué es lo que hace que cualquier falla de algún servicio prestado por el Estado venezolano sea traducido como una demostración de nuestro “salvajismo”, llámesele Chávez o de cualquier otra forma?
A mi juicio, y esto es algo que vale para toda la estrategia de desgaste opositora, hay mucho de política fácil, tanto como de inmadurez política. Fácil, en el sentido de que para ejercer el acto de oponerse, para intervenir, digamos, en el espacio público, no hay que hacer el menor esfuerzo. Inmadurez en tanto que más que la protesta, lo del antichavista promedio es la rabieta. Si se va la luz, si el vagón se retrasa o no funciona el aire acondicionado, la culpa la tiene siempre el salvaje.
En Venezuela, el individualismo posesivo, ese concepto tan caro a la cultura política que nos legara el neoliberalismo, cobra la forma de un individuo malcriado, cómodo y simplón que, a bordo de un vagón londinense sin aire acondicionado, maldice a Chávez-el-monarca, mientras sueña con arrodillarse ante la reina. Qué diría Harry .