Sólo sé que, después de lo vivido y de vistas las imágenes, me parece un verdadero milagro que no haya habido ni una sola víctima mortal.
Por fortuna, en mi nuevo hogar no sucedió nada reseñable, a no ser la rotura de una teja que salió volando, el estallido del router y de uno de los monitores, pese a estar apagados, por culpa de la tormenta eléctrica y el miedo pasado por mi madre que permaneció aquí, junto a mi amor de vidas, mientras mi padre y yo, nos acercábamos, en la mañana del pasado día 1 de febrero -día -que ya permanecerá en la memoria de todos los tinerfeños- hasta mi hogar paterno, puesto que ambos teníamos cita con el dentista el 3.
En esta zona se vivieron rachas de viento que superaron los 120 kms/h durante 24 horas. Antes de irme dejé precintados y tapados con paños los rieles de las puertas-cristaleras que nos hacen de pared en dos de los dormitorios. Si no, se hubiesen inundado.
El trayecto hasta La Laguna, ciudad donde está ubicado mi hogar paterno fue normal, en la mañana del 1, pese a que tuvimos serias dudas de si podríamos llegar hasta la carretera principal desde mi nueva vivienda, puesto que el acceso más se asemejaba a un torrente que a un camino. Sin embargo, un par de kilómetros más abajo de nuestra ubicación, ya el cielo se mostraba despejado, aunque amenazante a lo lejos, pudiéndose contemplar una masa nubosa, enorme y negruzca que se acercaba desde el suroeste.
Sin embargo, una vez pasado el aeropuerto de Los Rodeos, todo cambió. Nos vimos envueltos en una niebla tan espesa y en una lluvia tan densa que el limpiaparabrisas no podía con ella y nuestros ojos no atinaban a ver nada más allá de metro y medio. Nuestra salida de la autopista ya se hallaba cerca y con el coche circulando a 30 kms, llegamos hasta ella. La niebla se hacía cada vez más espesa y la lluvia, ahora por rachas, te hacía pensar que alguien te lanzaba cubos de agua, en realidad.
Cuando entramos en casa de mis padres, el gran sumidero del patio se veía incapaz de tragar todo lo que le caía del cielo. La parte de patio techado donde se hallan la lavadora, la piedra de lavar, las estanterías con productos de limpieza y demás bártulos ya estaba inundada y el agua entraba por la puerta de la cocina hasta llegar al comedero y bebedero del pobre Lupo, nervioso y asustado. Me pasé hora y media achicando agua y preparando un parapeto a base de cubos, toallas y de una mampara de ducha rota que coloqué en rampa hacia el desagüe, para que la atronadora lluvia cayese hacia el agujero del patio. De más está decir, que acabé como si me hubiese duchado, puesto que, además, en esos precisos instantes fue cuando cayó el verdadero diluvio.
Autoridades, medios de comunicación y meteorólogos habían avisado de que en 12 horas podían caer unos 120 litros por metro cuadrado. Sin embargo, la realidad fue mucho peor: en poco más de hora y media, fueron 220 litros los caídos sobre nuestras cabezas.
Tuvimos la gran suerte de que en aquella zona no se fue la luz, no rebosaron las tuberías y no se cortó el suministro de agua. Pasamos las horas pegados a la radio y televisión autonómicas que se olvidaron de su programación habitual y se dedicaron a ir narrando todo lo sucedido, segundo a segundo, al tiempo que iban informando a la población de las medidas a tomar para capear aquel tremendo temporal de la mejor forma posible.
Hasta las cuatro y media de la mañana del pasado martes 2 de febrero estuve achicando el agua que se empeñaba en anegar la cocina de mis padres, pese a que la mampara-parapeto fue bastante efectiva.
La peor parte se la llevó Santa Cruz, capital de la isla y ciudad que me vio nacer. Santa Cruz, al hallarse al nivel del mar, hizo las veces de embudo de la gran riada que le fue cayendo a través de los cauces desbordados de calles, barrancos y galerías subterráneas, hasta quedar convertida en una ciudad asolada, maltrecha, sucia, rota y herida.
Gracias a los cielos, el martes era fiesta en toda la isla por celebrarse el día de nuestra patrona, la Virgen de Candelaria, lo que facilitó muchísimo las tareas de limpieza y desescombro de calles, casas, locales y carreteras.
Estas son las consecuencias de la ambición del cemento, de construir a lo loco, de levantar viviendas en cauces, en laderas de barrancos. Estas son las consecuencias de nuestra soberbia, de creernos dioses, de pensar que podemos ponerles puertas al campo, de creer que dominamos a la naturaleza cuando, en realidad, no somos más que obra de ella.
El agua siempre busca por donde correr. No se puede frenar a las naturales fuerzas. Santa cruz renacerá y también volverá a sucumbir cuando una nueva tromba de agua nos recuerde lo que en realidad somos: hijos de La Tierra.