Iba por la calle pensando en los recortes, en la recesión de De Guindos, en como Rajoy debe estar afilando las tijeras. Iba pensando en esas cosas, a mi aire, con mi música, cuando un viejo borrachín que frecuenta mi barrio me da el alto. ¿Un cigarro? Le doy un pitillo sin muchas ganas de pararme a charlar con él. ¿Sabes que se acaba el mundo?, me dice. No le entiendo, bajo la música y vuelvo a escuchar su pregunta. Asiento. “Lo sé, pero qué se le va a hacer” –Sólo quería estar seguro de que lo sabías- Le enciendo el cigarro, hago lo propio con el mío, me vuelvo a poner los cascos y sigo mi camino pensando en el fin del mundo. Se acaba, era lógico, todo lo que un día empieza tiene que acabar.
El resto del trayecto se convierte en una angustia. Al fin y al cabo los borrachos siempre dicen la verdad. Mi cabeza se vuelve loca pensando en el apocalipsis. “Soy demasiado joven”, “he trabajado demasiado”, “me quedan muchas cosas por hacer”… Putos tópicos hollywoodienses…
Me dejo llevar e imagino el cielo y el infierno, el limbo, el jardín secreto de la duermevela. ¿Cómo será aquello?, ¿cómo te gustaría que fuese? Me gustaría pensar que estar muerto es como vivir la eternidad en un tugurio fronterizo cerca de Nuevo México. Con olor a tequila, con stripers tuertas, con rock atronando, pitando los oídos. El barman, viejo y gordo, no cobra, pero te mira mal. Las peleas se suceden por razones absurdas, la cerveza se derrama y los baños tienen serrín en el suelo. Afuera nieva. En ese bar, el último bar de la tierra de los muertos, siempre hay música, rock cañero, ritmos latinos, músicos africanos… Energía desbocada que cabalga por las paredes. No hay miedo, no hay dolor. No hay sentimientos, ni penas ni añoranzas. Todo se acabó, solo hay música y alcohol a la espera de una salida, del paso a una siguiente etapa que nos regenere en un nuevo génesis, que nos ligue a un nuevo destino. Se acaba el mundo, feliz 2012, tengan suerte… la van a necesitar.
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ALFONSO CARDENAL