Quien más quien menos, todos hemos ido alguna vez a la despensa o al frigorífico a picotear por puro aburrimiento. Pero ¿qué pasa cuando acabamos recurriendo a la comida como método principal para enfrentarnos a emociones incómodas? Hoy quiero hablaros de qué es el hambre emocional y cómo distinguirlo del hambre física y real.
Voy a dar un par de pasos atrás y corregirme: quizá no todos hemos ido a la cocina en un momento del más absurdo aburrimiento. Quizá no nos pase a todos. Quizá sea algo que aprendemos de nuestro entorno o un método tradicionalmente humano y basado en nuestra biología para distraernos de las dificultades de nuestro mundo interior. Lo único cierto, en realidad, es que nadie se salva de emociones como el estrés, la ira, la tristeza o la soledad. Y también, por supuesto, el aburrimiento. Y como cada uno desarrollamos nuestros propios mecanismos para gestionarlos, es evidente que no todos van a ser igual de sanos.
La educación de la inteligencia emocional es una asignatura pendiente en el mundo entero. Nuestros padres (o familia más cercana) en muchos casos no son capaces de gestionarse a sí mismos, o no son conscientes de cómo sus propios mecanismos emocionales pueden influir en sus hijos. La mayoría hacen lo que pueden lo mejor que pueden. Por otra parte, los colegios no parecen en absoluto dispuestos a perder horas de funciones matemáticas y análisis morfosintáctico para explicar a los niños cómo regularse emocionalmente para no acabar cayendo en patrones no del todo útiles o saludables. Por eso no es extraño que acabemos desarrollando conductas un tanto negativas (o increíblemente negativas) para paliar emociones dolorosas. Y una de estas conductas negativas es el hambre emocional.
Que como todo lo interesante, es una conducta que puede explicarse analizando cómo funciona nuestro cerebro.
Qué es el hambre emocional
El hambre emocional es una conducta alimentaria o un tipo de alimentación desordenada, en la que, you guessed it, uno come de forma descontrolada y sin necesidad real para deshacerse de esas emociones menos placenteras.
El problema asociado a esto no es únicamente el ganar peso de manera poco saludable (no conozco a nadie que trate de buscar confort en las espinacas, la pechuga de pollo a la plancha, o el arroz integral), sino que la emoción de la que queríamos deshacernos puede transformarse en sentimientos de culpa, de fracaso, o de vergüenza.
(Qué curiosa―por no decir surrealista―es la relación de amor-odio con la comida que tenemos en nuestra sociedad. La utilizamos para celebrar y para calmar la ansiedad, y al mismo tiempo nos odiamos a nosotros mismos por recurrir a ella demasiado a menudo).
Curiosamente, el comer por hambre emocional puede acabar convirtiéndose en un hábito que puede dispararse con la más mínima señal de malestar. Llegados a este punto, uno puede acabar comiendo demasiado y sin ganas para aliviar una sensación que ni siquiera es capaz de reconocer, mucho menos atender y solucionar. Aunque no es un trastorno alimentario de por sí, puede acabar derivando en trastornos por atracones, e incluso en bulimia o anorexia.
Por qué nos comemos las emociones
Comer alimentos con alto contenido en grasa y azúcar libera dopamina. La dopamina es un neurotransmisor que produce una sensación de bienestar y placer en nuestro cerebro. Tiene un enorme peso en la generación de hábitos, con estas sensaciones de bienestar y placer asociadas a la forma en que nuestro cerebro entiende las “recompensas”.
Por si esto fuera poco, la comida suele tener un gran valor sentimental en muchas culturas, si no en todas. Esos alimentos que mamá o la abuela (o papá o el abuelo, quien quiera que tuviera buena mano en la cocina en tu casa) nos preparaban cuando estábamos enfermos, o para celebrar un cumpleaños, o simplemente nuestra comida preferida que nos recuerda tanto a ellos. Especialmente en momentos de soledad, es fácil recurrir a platos que nos acerquen a aquellos a quienes echamos de menos.
No es difícil entender, por tanto, que ante el malestar emocional recurramos inmediatamente a algo que sabemos nos va a hacer sentirnos mejor, aunque sea de manera momentánea.
Y lo curioso es que, gracias a la dopamina, comer puede tener los mismos efectos en nuestro cuerpo que el tomar drogas o beber alcohol. Por eso se habla en ciertos casos de adicción a la comida. Eliminar los malos hábitos de darse atracones o comer por hambre emocional es realmente difícil.
Pero no hace falta que nos vayamos tan lejos. Para muchos de nosotros el hambre emocional no llega a tales extremos.
Cómo distinguir el hambre emocional
Distinguir el hambre emocional del hambre física puede no ser fácil cuando tenemos un hábito de comer “porque sí”. Sin embargo, es clave para poder controlarlo y no desarrollar problemas de salud, problemas emocionales más profundos, o incluso trastornos de alimentación.
Así que, ¿cómo puedes saber si lo que tienes es hambre real o si lo que necesitas es un buen abrazo?
- El hambre física suele venir de manera gradual si sigues unos horarios de comida razonables. El hambre emocional, por el contrario, puede llegar de manera inesperada y urgente, sin que entiendas muy bien de dónde sale.
- El hambre física puede satisfacerse con prácticamente cualquier alimento, puesto que se trata de llenar el estómago y energizarse. El hambre emocional se siente más bien como un antojo de algo específico. Ya te apetezcan galletas de chocolate, helado de vainilla, palomitas, o pollo frito, sabes que si comes algo diferente no vas a sentirte saciada.
- El hambre física se satisface cuando has terminado de comer, a veces antes incluso de que acabes el plato, puesto que es una forma más consciente de comer. El hambre emocional te lleva por el camino del atracón. Y si hace falta tragarse un litro de helado para animarse tras una dura semana en el trabajo, te comes el litro de helado sin darte cuenta.
- Es posible que, después de ingerir el buen litro de helado, tu necesidad de dopamina no se haya satisfecho y sigas necesitando más azúcar, más grasa, más carbohidratos simples. Esta es la segunda razón por la que es fácil comer de más durante periodos de hambre emocional. Con el hambre física, es más fácil reconocer cuando no puedes más.
- Esto lleva a sentimientos de culpa, puesto que, tras el atracón, es posible que seas consciente de que has comido demasiado y de lo poco saludable que es eso. Comer por hambre física no suele producir estos sentimientos de vergüenza, puesto que simplemente estás otorgando a tu cuerpo lo que necesita.
- Por último, quizá la forma más evidente de reconocer que no se trata de hambre física sea el observar de dónde proviene esa necesidad de comer. El hambre física, como sabes, suele sentirse en el estómago. Si encuentras que, en realidad, no sientes el estómago vacío sino que no puedes dejar de pensar en un determinado sabor o tipo de comida, es posible que se trate de hambre emocional.
En mi experiencia personal, no es fácil librarse de la tendencia a comer por vacío o por caos interior. Es algo de lo que quizá nunca lleguemos a deshacernos del todo (escribo esto pensando en pan y patatas fritas, aunque, a decir verdad, tengo hambre real y se acerca la hora de la cena). Lo importante es, en cualquier caso, hacerse consciente de que quizá no tengamos la relación más sana del mundo con la comida. Y no pasa nada. Tomar conciencia de ello y observarnos actuar es el paso más importante en la buena dirección.
Y dicho todo esto, yo creo que me voy a tomar un KitKat. Y tú, si te apetece, puedes echar un vistazo a las meriendas antiinflamatorias de Irene, que seguro que son una mejor opción.