Probablemente la idea de una ecología política cause ruido entre diferentes lectoras y lectores. De hecho, quisiera compartir una breve anécdota. En un congreso científico sobre ecología “a secas”, es decir, sin adjetivos, un grupo de investigadores en ciencias sociales propuso un simposio sobre “ecología política”. Esta situación causó que el grupo de organizadores del evento no sólo rechazara la propuesta, sino que enviara a las proponentes una carta donde, palabras más, palabras menos, expresaban su molestia al “politizar” un área de las ciencias naturales “objetiva y libre de valores ideológicos”.
Por supuesto, los proponentes ejercieron su derecho a réplica argumentando que se trata de un campo de investigación interdisciplinario que conjuga enfoques de las ciencias naturales y sociales, y que emergió durante la segunda mitad del siglo pasado. Dadas las referencias a trabajos académicos publicados en journals (revistas) anglosajonas, los organizadores -sin reconocer su ignorancia sobre el tema- decidieron aceptar el simposio al verse desprovistos de argumentos para insistir en su negativa.
De manera que, en una serie de tres entradas cortas, quisiera ofrecer una breve introducción sobre dicho campo. En efecto, el término fue acuñado por primera vez en 1957, en el trabajo del filósofo y economista francés, Bertrand De Jouvenel, titulado “From Political Economy to Political Ecology”, aunque hay quienes sitúan el origen del término 22 años antes, en el artículo “Nature Rambling: We Fight for the Grass” del ecólogo estadounidense Frank Thone. No obstante, no es sino hasta 1972 cuando el término cobra mayor popularidad, gracias a la publicación “Ownership and Political Ecology” del antropólogo austriaco Eric Wolf.
Al día de hoy existe un consenso sobre qué es la ecología política: un campo que estudia los conflictos relacionados con el acceso, uso y valoraciones de los llamados recursos naturales. Sin embargo, este consenso no necesariamente cubre todos los aspectos de la ecología política, así que es necesario comentar en términos generales algunas de sus variaciones.
En primer lugar tenemos la rama de la ecología profunda, relacionada con una filosofía ambiental que promueve el valor inherente de los seres vivos, humanos y no-humanos, así como una restructuración radical de las sociedades modernas sobre la base de esta idea. Su principio fundamental es que la vida en general debe ser respetada, y que la naturaleza toda tiene derechos inalienables. Sobre esto último hay dos ejemplos en el capítulo de los derechos de la naturaleza en las constituciones de Bolivia y Ecuador.
Luego encontramos la modernización ecológica, una escuela de pensamiento optimista que argumenta cómo la economía puede beneficiarse de un giro hacia el ecologismo. Es la rama de la ecología política predilecta entre algunos académicos, pero sobre todo entre las y los responsables de la formulación de políticas públicas en materia ambiental. Un supuesto básico de este punto de vista es la readaptación ambiental del crecimiento económico y el desarrollo industrial. Esta perspectiva sería el eje transversal que atraviesa los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.
Y, finalmente, está la corriente de la justicia ambiental que por un lado, describe un amplio movimiento social que se centra en la distribución justa de las cargas y beneficios ambientales; y por otro, un cuerpo de literatura que incluye teorías del medio ambiente y la justicia, leyes ambientales, políticas ambientales y sus respectivas implementaciones, así como la planificación y la gobernanza para el desarrollo y la sostenibilidad.
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