En la conjunción de términos del griego antiguo de la que deriva economía – oikos, que significa “casa”, y nomos, que significa “ley” o “gobierno”-, existe cierto aire acogedor que evoca la gestión de la familia y la disposición del hogar. Pese a ello, y teniendo en cuenta que posiblemente se trata de la más influyente de la ciencias sociales -puesto que no es sólo una disciplina teórica, sino también una ciencia aplicada que, mediante sus aplicaciones, afecta a las vidas individuales de miles de millones de seres humanos, y además sin ninguna garantía de que sea en beneficio suyo- , la economía resulta algo muchísimo menos acogedor de lo que la etimología del término parece sugerir.
A veces se la denomina incluso “la ciencia funesta” o “sombría”, debido, según unos, a lo árido de su objeto, y, según otros, a las cosas funestas que se hacen en su nombre.
La economía es el estudio de cómo los bienes y servicios son producidos, distribuidos, valorados y consumidos. Es a la vez el estudio empírico de cómo funcionan realmente las economías -como sistemas de oferta, demanda, mercados y medios de intercambio- y la ciencia normativa que dice cómo hacer que funcionen bien (aunque ello depende de lo que se entienda por “bien”: ¿maximizar la riqueza?, ¿asegurar una distribución justa?; son preguntas que tienen que ver con la postura política).
A Adam Smith, auntor de La riqueza de las naciones (1776), se le considera convencionalmente el padre de la economía como genuina ciencia social. Él la denominó economía política (consciente sin duda de su hogareña etimología y añadiéndole por ello cultamente el calificativo derivado de polis, o estado), y la describió como la ciencia por cuya aplicación los legisladores podían enriquecer tanto el individuo privado como al estado. Entre los grandes nombres de la inicial teoría económica a partir de Adam Smith se incluyen David Ricardo, el primero en establecer una teoría del valor-trabajo, y Thomas Malthus, quien se manifestaba en contra de ayudar a los pobres argumentando que con ello lo único que harían sería tener más hijos y hacerse pobres de nuevo.
La teoría de que la gente se mantendrá siempre en niveles de subsistencia incrementando su prole cada vez que disponga de unos ingresos extra no parece que hubiera sido bien comprendida, o , mejor dicho, aplicada por su propio padre, que había tenido ocho hijos y seguía siendo próspero.
Los economistas reflexionan sobre los principios que rigen cuestiones tales como qué debe producirse, de qué modo y para quién, a qué coste, y con qué eficiencias para asegurar que la diferencia entre el coste de abastecimiento y el precio establecido reportará beneficio. La cuestión de las eficiencias se subdivide a su vez en las ventajas de la especialización, la división del trabajo, y las economías de escala. Asimismo los economistas examinan el interesante tema del dinero, considerado el símbolo de intercambio y, en consecuencia, “medio de pago final” y unidad de cuenta. El dinero es una invención genial que nos evita tener que ir al dentista cargados con una vaca para pagarle; pero muy pocos de nosotros cree tener el suficiente.
Dos de las principales subdivisiones de la economía son la microeconomía, dedicada al estudio del comportamiento económico de los agentes individuales (incluyendo a las empresas) y sus relaciones en el mercado, y la macroeconomía, que estudia la economía como conjunto, concentrándose en la producción y la renta nacionales, el empleo y el paro, los impuestos y las políticas monetarias, y los empréstitos públicos.
Una de las razones del escepticismo en torno a la economía, especialmente cuando se aplica a nuestra vida y a nuestro sustento, es que a nivel teórico está llena de improbables idealizaciones. Así, se considera a los agentes económicos perfectamente racionales (observe la fragilidad de los “sentimientos” en cualquier mercado de valores y permítase soltar una enorme carcajada: por desgracia, no resulta demasiado cínico señalar que en ellos el apetito dominante es la codicia, y la única emoción dominante que supera a ésta es el miedo), y la descripción de su actividad económica tanto en el nivel “micro” como en el “macro” está plagada de abstracciones.
Así, por ejemplo, el concepto organizador empleado para explicar los precios y las cantidades de bienes que hay en un mercado (un mercado “perfectamente competitivo”, dicen los libros de texto) es la teoría de la oferta y la demanda. Dicho de una manera sencilla, si los precios suben cae la demanda, y al aumentar la oferta los precios bajan, y si los precios bajan aumenta la demanda, lo cual incrementa los precios; y así una y otra vez, arriba y abajo, como mareados por el oleaje.
No cabe duda de que esto ocurre con la suficiente frecuencia, aun en los mercados imperfectos, como para justificar su apoteosis en la “ley” de la oferta y la demanda. Pero hay tantas excepciones, dependientes de otros intereses y necesidades por la parte de la demanda, y tantos factores por la de la oferta, que la relación entre precio y demanda acaba resultando mucho más compleja que todo eso. Cojamos sólo un ejemplo, el de los precios del gasoil y del petróleo. Como muestra la experiencia británica de los impuestos sobre los combustibles, la demanda de éstos es relativamente insensible a los precios.
Los automovilistas seguirían comprando gasolina para sus coches aunque tengan que vender a su propia madre para ello, y eso no porque sientan amor obsesivo por sus coches, sino debido a los imperativos de la movilidad en la economía occidental contemporánea. La misma invariancia relativa de la demanda se da en el tabaco, fuertemente gravado, o en los alimentos, cuyo precio no para de aumentar, sin que haya una elegante curva de demanda decreciente cruzando la no menos elegantes curva del precio ascendente, sino más bien una curva escalonada de reducciones forzosas y renuentes de la demanda que se producen cuando hay que tomar decisiones críticas para elegir entre necesidades contrapuestas, cayendo hasta el valor de cero en el último punto de la crisis, cuando el automovilista ya no puede permitirse realmente seguir conduciendo más, o -lo que es mucho peor- cuando la persona hambrienta muere.
Hay muchos ámbitos de investigación especiales en economía relativos al trabajo, le ley, el comercio, la administración, la agricultura, las economías en desarrollo, las finanzas públicas, el bienestar, el entorno, y más. La economía moderna aspira a la condición de ciencia a secas más que a la ciencia social, haciendo un uso fundamental de las matemáticas y la teoría de juegos.
Pese a la preeminencia de Adam Smith en la historia económica, de hecho estuvo precedido por quienes en la época medieval reflexionaron sobre el interés y el valor, así como por los fisiócratas de la Ilustración francesa que pensaron seriamente en la relación entre producción y renta. La riqueza de las naciones de Smith inauguró la economía clásica, de la que desciende, por disensión, la economía marxista, influenciada por las ideas de Ricardo.
La macroeconomía debe su existencia independiente a la obra fundamental de John Maynard Keynes Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936), que gobernaría el pensamiento sobre el empleo durante mucho años, y que sostenía que las propias fuerzas del mercado por sí solas no garantizan el pleno empleo, puesto que unos elevados niveles de desempleo vendrían a reducir en la práctica la demanda efectiva en la economía, creando una barrera al crecimiento. Aunque su teoría fue importante, su contribución más decisiva, como amante de la ópera y del ballet (se casó con una bailarina rusa), fue la creación del Consejo de las Artes de Gran Bretaña.
Fuente: EL PODER DE LAS IDEAS, Claves para entender el siglo XXI (A.C. GRAYLING)
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