Uno de los trabajos de carrera más estimulantes que recuerdo lo realicé para las clases de Estética que impartía en Salamanca nuestro querido José Luis Molinuevo, que luego además fue mi director de tesis. Fue un trabajo sobre la otredad, con lecturas de Octavio Paz, y alguna que otra divagación psicoanalítica del cine que, con mi padre –psicoanalista de profesión-, entonces estaba descubriendo de Robert Aldrich, Milos Forman, Luis Buñuel, Kubrick, y algunos personajes como Travis de Taxi Driver o Marnie, de Marnie, la ladrona. Fue un trabajo –lo recuerdo muy bien- que me llevó luego a seguir leyendo sobre el origen del arte y, más concretamente, sobre la difícil cuestión de la autoría y la responsabilidad del autor en la obra. ¿Hasta qué punto es responsable el creador de lo que crea? ¿Qué papel juega la subjetividad en el proceso creador? ¿Qué elementos de la biografía intervienen en el fenómeno poético-visionario? ¿A partir de qué momento termina la yoidad, o voluntad, y comienza la otredad? Fueron ya preguntas que se instalaron en mi porvenir de joven filósofo.
Y el caso es que ahora, cuando va a cumplir setenta y dos años, mi padre me (nos) regala este poema que, como el demonio de la mitología, hace referencia a un ser misterioso, a cuya esencia forma parte el saber hablar. Pero se trata de una comunicación que, como decía otro visionario, no precisa ni de una lengua materna ni de un vocabulario –más aún, apenas necesita del sonido articulado. “Pudo ser un lenguaje del cual se ha conservado un eco en la música” –Jünger.
Dice el poema que la poesía es como aquello. La poesía es la otra lengua. La siempre otra.
Con un abrazo,
Más o menos, (Miguel Porcel, 19 de septiembre de 2022)