Crecí en una familia de docentes. Mis padres trabajaron 30 años dando clase a adolescentes, mayoritariamente. Viví el esfuerzo diario, la satisfacción de asistir al aprendizaje y al crecimiento de su alumnado, pero también escuché el inicio del declive. "¡Estos niños de la ESO...!", se quejaban a veces. Pero nunca oí en mi casa hablar de faltas de respeto, de agresiones, de terror a entrar en el aula como profes, a cuadros de ansiedad... Años después, mi hermano también se decantó por dar clases. Ahí empecé a tener noticias de cómo se invertían las tornas, de cómo quienes nos enseñaron tanto en la vida, quienes nos permitieron con sus clases convertirnos en adultos felices y realizados ‒o simplemente adultos normales‒, ya no eran personas a las que respetar, ya no se consideraban autoridad en una comunidad educativa con padres, alumnos, profesores, administración... Se han convertido en numerosas ocasiones en meros cuidadores de niños y niñas maleducados cuyos padres, en muchos casos, solo tienen interés en que alguien se los aguante mientras trabajan. Lo de aprender, si cae, bien... pero no es prioritario.
Yo tenía muchas papeletas para decantarme también por la docencia, pero nunca me atrajo. Y no lo hizo no porque no considerara importante esa labor, todo lo contrario: porque sigo pensando hoy día que un maestro, profesora o cualquier persona que dedique su tiempo profesional a enseñar a las nuevas generaciones debería tener una vocación inmensa pero, sobre todo, una consideración muchísimo mayor por parte de la sociedad. Y no solo el respeto de su alumnado, también el de las familias, la administración, la comunidad...
Me preocupa el devenir de la educación y el futuro de quienes se dedican a esta noble labor. En qué momento confundimos enseñar con aguantar; en qué punto los padres y las madres optaron por sacudirse las manos y que fuera la maestra o el profesor de sus hijos quienes se ocuparan de esta importante misión de educarlos. En qué instante un aula se convirtió en un campo de batalla. Cuándo permitimos que los docentes entraran en bucle en una situación de tensión diaria, estrés sistemático, depresión, queme...
"Maestra, no te quejes, que a ti te pagan por estar aquí y a mí no", le espetó hace unos días un alumno a una profesora de Secundaria. Testimonio real. Qué lástima. Ganas de lanzarle a la cara que sí, que ese sueldo responde a la labor de enseñarle materias y conocimientos y no a aguantar sus estupideces, su constante falta de atención en el aula, su falta de educación...
Superada ya esa terrible adolescencia ‒¿no habrá un fármaco que aminore los efectos de la estupidez?‒, muchos llegan a la Universidad y se enfrentan al mundo laboral. Previamente, en numerosos casos, realizan prácticas en empresas, organismos o entidades públicas. No quiero hacer afirmaciones categóricas porque tengo buena experiencia al respecto con jóvenes interesados en aprender, aunque sí conozco situaciones que me dejan con la boca abierta. Pocos quieren molestarse, el esfuerzo no forma parte de su vocabulario, solo van a cubrir expediente, "para eso tengo a mis padres que me lo hacen todo...". ¿Qué clase de adultos estamos formando? ¿Es solo culpa de las generaciones superiores? ¿Somos padres superprotectores por algún tipo de remordimientos?
Y así me quedo en bucle pensando dónde estuvo el punto de inflexión por el cual dejamos de creer en la maravilla de tener un maestro o maestra que nos enseñara mucho de lo que sabemos hoy. Obviamente no son todos, por suerte, y hoy hay jóvenes estudiantes brillantes, o que no son tan brillantes pero tienen interés en aprender, aunque si nos vamos a eso de que muchas veces pagan justos por pecadores, de aquellos polvos de niñatos han llegado los lodos de las generaciones sin interés. Y eso es muy triste.