Revista Opinión
Cuento los días para acercarme a ver la exposición del Bosco en el Nacional del Prado. Decía Muñoz Molina el sábado en Babelia:
"El Bosco, aunque trabajó a veces para grandes patronos,
pertenecía a un mundo relativamente provinciano, a una ciudad próspera pero no
hegemónica, a una forma de entender la vida y el oficio de la pintura muy
anclada en las tradiciones tardomedievales. Ser pintor no era una elección
personal, sino un destino de artesano. Igual que otros nacían en familias de
tintoreros o de carpinteros, El Bosco había nacido en una familia de pintores.
Su casa y probablemente su taller estaban en la misma plaza en la que se
celebraban los mercados. Desde muy pronto perteneció a una de esas
fraternidades a la vez cívicas y religiosas que eran uno de los ejes de la vida
comunitaria. Y su imaginación y su religiosidad estaban arraigadas en rituales
colectivos y sistemas de creencias populares que nos resultan mucho más
exóticos porque no han quedado muchos registros de ellos en la tradición
cultural: las procesiones en las que se mezclaba lo litúrgico y lo pagano, la
poesía oral, las atracciones de feria, los sermones apocalípticos de los
predicadores, los desfiles y las máscaras de carnaval, los refranes y dichos,
las celebraciones del calendario agrícola, la imaginería de los juegos de
naipes, las estampas devotas o grotescas que empezaba a difundir la imprenta."